Opinión | Sangre de drago
«La experiencia de dejarse cuidar»

Fósil de la cara del homínido hallado en la sierra de Atapuerca. / María Dolors Guillén (Equipo de investigación de Atapuerca).
Yo puedo…, ya lo hago yo; yo me encargo de eso… No te preocupes, que ya lo hago…
Así se desarrolla la inicial actitud infantil que arranca de manos de nuestros mayores una herramienta, la que sea, y esgrimimos estas frases para manifestar públicamente que empezamos a ser autónomos. Y este principio de autonomía nos va enriqueciendo con nuevas destrezas a lo largo de la vida. Ya caminamos solos, vamos al baño solos, nos bañamos solos, comemos solos y un largo etcétera que, de repente, una enfermedad o dolencia, nos hace sorprendernos que la autonomía pretendida es muy limitada. Entonces no nos queda otro modo de entendernos a nosotros mismos sino entendiéndonos sociales.
En Atapuerca, en la exposición del yacimiento, hay un cráneo, numerado con el 14, perteneciente a una niña de 10 años aproximadamente con una deformidad craneal de la que se deduce que su tribu la cuidó y protegió durante más de diez años, hasta que murió. El cuidado del grupo es el mayor signo de humanización. La debilidad con la que nacemos se transforma por el principio –instintivo también- del cuidado colaborativo y solidariamente mutua, que hace que no solo sobreviva el más fuerte y adaptado al medio, como en otros niveles de la escala vital, sino todo el grupo humano. Somos cuidadores por ser humanos. Pero tenemos un problema psicológico con el dejarnos cuidar.
La valoración que en otras culturas se les da a los ancianos, por ejemplo, es otro signo de debilidad social que padecemos en nuestra cultura occidental. Aquello de la supervivencia del más fuerte y adaptado al medio, cuando el medio es de economía de mercado, hace que el improductivo quede atrás, rezagado y al alcance del depredador insolidario. Y como no sentimos urgencia en cuidar del otro, imaginamos que nosotros seremos una carga inaguantable que es preferible eliminar con eufemismos relativos a la muerte digna. También este aspecto nos influye para dejarnos cuidar.
La absolutización del principio de autonomía y la apelación a cierta forma de emancipación remarcan la dificultad. Ni somos tan autónomos como imaginamos ni es posible emanciparnos del nivel social en el que somos humanos. Dejarnos cuidar es la forma más noble de sentirnos miembros de una comunidad humana. Un acto de humildad –reconciliación con la verdad- que nos sitúa en la realidad de la que formamos parte enredados en lazos y nudos que nos configuran. Aquellas frases iniciales que escribíamos y se leían «Yo puedo…, ya lo hago yo; yo me encargo de eso… No te preocupes, que ya lo hago…», hemos de reformularlas: «Yo no lo puedo todo…; mientras pueda, yo lo hago; luego encárgate tú… No te preocupes, que entenderé que lo hagas tú cuando yo ya no pueda…».
La experiencia de dejarse cuidar es de honda humanidad. Es un acto de confianza que sabe que no me sentirán una carga cuando me tengan que cargar, porque saben que yo he cargado cargas ajenas a lo largo de mi vida. Es el acto de solidaridad mayor, como el grupo de costaleros sostiene un paso procesional sustentando entre todos, los hombros heridos por el cansancio y el tiempo. Dejarse cuidar es saber que hay hombros amigos, en el seno de una sociedad humanamente humana. Ahora que cotizo a la Seguridad Social no retengo para mi futuro, sino que sostengo el presente de otros; así, cuando ya no cotice, otros sostendrán mi necesidad. Será una experiencia mensual de saberme cuidado. Una experiencia de dejarnos cuidar.
Habrá que educarnos en la humildad y, sobre todo, en la confianza social.
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