Opinión | El recorte

Cancelaciones y censuras

Lalachus, mostrando la estampita con la vaquilla del 'Grand Prix'.

Lalachus, mostrando la estampita con la vaquilla del 'Grand Prix'.

En el otoño de la democracia crecen los seguidores incondicionales del Ministerio de la Verdad, que se dedican a perseguir a las ovejas descarriadas. En un país donde florecieron las revistas satíricas más bestias, críticas e irreverentes, vivimos ahora una ola de cancelación y censura que celebra como un triunfo trascendental llamar «personas con discapacidad» a quienes antes denominaban «disminuidos». ¿Cambiar la realidad? Mejor cambiar el lenguaje.

Primero, hace años, se prohibió la libertad de expresión en materia política. El delito no solo era matar o pertenecer a una banda que cometía atentados sino «enaltecer» el terrorismo. Abierta la veda, se fabricaron muchos más candados, hasta el punto de que hemos mandado al talego a raperos por la letra de sus canciones. O sea, como en el medievo cuando a los juglares se les colgaba de las pelotas si cantaban contra el señor del castillo. Y después ampliamos el castigo a las opiniones consideradas «de odio»; xenofobia, racismo o machismo. Piensa lo que quieras, pero no lo digas, porque opinar puede ser delito.

La libertad de expresión tiene límites. Los que contempla el derecho al honor. Si sueltas injurias o falsas acusaciones sobre una persona, un colectivo o una empresa, se te pueden caer los palos del sombrajo en los tribunales. Pero la moral dominante prefiere los pensamientos no expresados. El silencio censurado frente al ruido que hace la libertad al caminar.

Una organización muy poco cristiana (parecen tener solo una mejilla) ha denunciado a la presentadora de las campanas de TVE por hacer burla de un símbolo religioso: un supuesto «corazón de Jesús» pero puesto en una vaquilla televisiva. Igual no es bueno que un medio pagado con los impuestos de todos los españoles les toque los bemoles a una parte de la audiencia, pero no se puede aceptar que el humor sea delito. Hacer burla y capirote de los símbolos políticos, religiosos, deportivos o culturales no puede serlo. Y no deberíamos tolerar que se siga creciendo esa hiedra venenosa en la pared de la libertad.

Los que conocimos la dictadura tenemos memoria de una censura practicada por el franquismo y los curas. Hubo un tiempo en que no se podían leer libros «rojos», ni ver películas donde saliera una teta, ni escuchar canciones irreverentes. Resulta irónico que hoy, tantos años después, se estén manejando parecidos argumentos, pero desde la izquierda y progre. Quieren imponer lo que consideran «políticamente correcto» a golpe de cancelaciones y regulaciones. Ahora, desde una supuesta superioridad moral, quienes otrora fueron censurados pretenden censurar.

El problema de la censura, instada desde el poder, es que, según la cambiante moral de quién gobierne, se considera mala una cosa o la contraria. Estamos como cabras, entre la hoz y la cruz. Nos falta un telediario para terminar como los yihadistas, cortándole el cogote a quien se burle de Alá. Queremos ilegalizar el recuerdo del franquismo incluso en el arte, como hicieron los talibanes con los Budas de Bamiyán, pero se puede elogiar sin problema a Nicolás Maduro. O a la dictadura de Primo de Rivera. ¡O témpora, o mores!

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