Opinión | Un carrusel vacío
La caja tonta
Decía Arthur Rimbaud que un escritor debe probar todo tipo de experiencias para poder reflejarlas en su literatura. Con esta idea en la cabeza, decidí participar, hace un tiempo, en uno de esos programas absurdos de una televisión generalista en los que se presenta un tema que preocupa a la sociedad actual y se debate entre el público. La experiencia no resultó positiva: acabé abandonando el programa casi en directo. Tampoco es que causara ninguna catástrofe: era una más entre cientos de personas.
Guardo, sin embargo, algunas anécdotas fascinantes. Recuerdo que, a pesar de que se estaban tratando temas muy serios, durante la publicidad, un hombre nos azuzaba para que, al sonar canciones de Raffaella Carrà y Carol G, bailáramos todos desde nuestra grada. Teníamos que parecer muy animados. Lo cierto es que, si un novelista al que la inspiración ha abandonado me preguntara por un consejo para recuperarla, le recomendaría que acudiese a uno de estos programas, porque los personajes ya vienen hechos. Seres esperpentizados, caricaturas vivas que te conducen a preguntarte si no estarán actuando; si, en el fondo, son personas normales que representan un papel para salir en la televisión: ese aparato que mi padre llamaba «la caja tonta».
Me ha sorprendido descubrir que la gente, en general, se vuelve loca por aparecer en un directo. Para algunos, se convierte en una especie de fiebre que les conduce a olvidarse, incluso, de quiénes son realmente. Me viene a la cabeza aquel poema de Ginsberg que comenzaba: «He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura…». Unos minutos de fama, de aplauso fácil, valen a veces más que los propios principios. Yo he presenciado casos así: personas intelectualmente muy válidas, ciegas de pronto por el brillo efímero del directo. Pienso entonces en esa escena de El Rey León en la que el espíritu de Mufasa, desde las nubes, se le aparecía a Simba para advertirle: «Recuerda quién eres». Qué necesario sería ahora Mufasa.
A mí siempre me ha hecho mucha ilusión salir en la tele; pero en todo momento se ha tratado de un sentimiento inocente, casi infantil. La idea de descubrirme a mí misma en pantalla, como si, en vez de ser yo, fuera un personaje de una película; contemplarme invadida por la «otredad». Desde mi más tierna infancia, cada vez que veo un reportero por la calle, paso ante él con una sonrisa, como diciéndole: «Soy la persona ideal para ser entrevistada». Una vez me funcionó, cuando la última entrega de la saga de Harry Potter llegó a España y los fans nos volvimos locos y formamos colas kilométricas en las librerías. Por allí merodeaba la reportera de una cadena autonómica a la que declaré algo así como: «No puede ser el final de Harry Potter; es un universo que siempre continuará vivo…». Fui muy solemne y mi hermano recibió, durante los días posteriores, varias llamadas de amigos que le preguntaban «por qué tenía una hermana tan friqui».
Pero una cosa es eso y otra la pantomima que viví en aquel programa absurdo, escuchando opiniones huecas y plenas de un dramatismo superficial y lacrimógeno. Y viendo a gente que esperaba con ansiedad al día de grabación para poder imaginarse
famosos durante unos minutos. Yo, como un pingüino en el desierto, volvía mentalmente a aquellos días de primera juventud en los que salía, empujada por ciertos amigos, a ambientes de fiesta que nada tenían que ver con mis gustos, y, mientras mis acompañantes se mimetizaban con la música y bebían y continuaban bebiendo, yo lo contemplaba todo a través de un cristal invisible, analíticamente, como Félix Rodríguez de la Fuente observando al lince ibérico.
Hace mucho tiempo que no veo la tele. De pequeña, no me perdía los dibujos animados, pero llegó un día en que la parrilla televisiva dejó de interesarme. Para informarme de la actualidad, prefiero la radio y la prensa. Conservo el aparato para ver películas y series de plataformas, que eso sí me gusta hacerlo. Pero el nivel de los programas televisivos más populares me parece lamentable: un signo de absoluta decadencia social. La superficialidad y la polémica agresiva nos dominan. El morbo.
La experiencia de acudir a ese programa fue divertida, al principio. Como tomarse un té con el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo. Pero, muy pronto, la risa se tornó en pena. Y abandoné. Mi mundo, como decía José Bergamín, no es de ese reino. Pero no voy a llevarle la contraria a Rimbaud: de la experiencia, saqué, además de mucha inspiración literaria, un conocimiento más profundo de la psicología humana, del hambre y la ceguera que produce el destello de la fama pasajera, vacía.
Suscríbete para seguir leyendo
- Las expropiaciones para convertir la carretera Santa Cruz-La Laguna en una calle comenzarán 'este año
- La espectacular criatura localizada en la playa de Las Teresitas por un tiktoker
- La Orotava acoge este sábado el rodaje de la serie norteamericana NCIS
- Giro político en un ayuntamiento clave de Tenerife: la alcaldesa echa a los concejales de Más por Arona e incorpora a Vox en una nueva mayoría
- El hospital del IASS en Icod registra un nuevo brote de sarna: dos trabajadores confirmados y 30 usuarios aislados por sospechas
- Otro paso decisivo para el tren aéreo en el Norte de Tenerife: se abre el concurso de ideas
- Cierra el emblemático Kocora Café del parque de La Granja, en Santa Cruz
- Detenido un turista tras pintar 'grafitis' en unas ruinas históricas de Tenerife