Opinión | A babor

Esas inútiles muertes olvidadas

Llega un cayuco a El Hierro con 116 personas a bordo

Llega un cayuco a El Hierro con 116 personas a bordo / Gelmert Finol

Alrededor de 70 personas han desaparecido, entre ellas 25 malienses, al hundirse en aguas territoriales marroquíes una embarcación en la que se dirigían a España, anunció hace dos días el Gobierno de Malí.

No se trata de una excepción: en lo que va de año, han muerto o desaparecido cerca de 10.500 personas tratando de arribar a España, según la oenegé Caminando Fronteras. De ellas, casi diez mil lo han hecho en la ruta canaria, sin duda la más peligrosa. Se trata del peor balance ofrecido desde que se comenzó a contar hace dieciocho años. Los muertos o desaparecidos han aumentado más de un 62 por ciento en relación con las cifras ofrecidas por Caminando Fronteras el año pasado: 28 muertos al día frente a los 30 ahogamientos o desapariciones que supone la media nacional. Es terrorífico, estremecedor. La asociación ha publicado un informe que abarca desde el 1 de enero al 5 de diciembre, y en el que se afirma además que de los casi 10.500 ahogados y desaparecidos en alta mar intentando llegar a nuestro país, 1.538 son menores, y 421, mujeres. Las proporciones no se modifican demasiado entre el total nacional y Canarias, porque Canarias supone más del 93 por ciento de los muertos y desaparecidos totales.

Resulta inexplicable que –frente a esas cifras terribles– la administración, los partidos y responsables públicos sigan enzarzados en una estéril guerra de posiciones. Usando a los inmigrantes como trastos para tirarse a la cara. Centrados en aspectos liminares del verdadero problema, que es este holocausto invisible y silencioso en el mar. Aquí estamos con el reparto, con las responsabilidades y competencias, con cómo financiar el coste por menor y día, o –en el otro extremo– con reglas y exigencias de atención, cada vez más difíciles de cumplir. Es cierto que modificar la política de reparto no cambiaría en absoluto las cifras. Estas tienen que ver básicamente con la cantidad de personas que se lanzan diariamente al mar, y con las condiciones en las que emprenden la aventura de llegar a costas canarias o andaluzas. Caminando Fronteras aporta una visión probablemente sesgada del asunto al asegurar que el aumento de las muertes y desapariciones se produce por «la falta de activación de los protocolos de rescate, los efectos de la externalización de fronteras y la criminalización de las personas en movimiento». En realidad, es más sencillo dar con una explicación lógica al aumento de muertes en el aumento de las personas que intentan el gran salto desde las costas del continente a las españolas a diario. Lo otro es discurso, un discurso no completamente ajeno de razón, pero que incorpora su propio sesgo. El hecho es que mueren más personas porque son más las que lo intentan y más las que fracasan.

Para reducir el número de fallecidos y desaparecidos, sólo hay dos caminos. Uno es mejorar las dotaciones de auxilio y vigilancia, movilizar el Frontex, destinar embarcaciones y recursos al rescate, y eso quizá contribuya a salvar a algunas personas, un pequeño porcentaje de las que mueren. El otro sistema es lograr que se reduzca el número de gente que embarca en frágiles esquifes sobrecargados, inadecuados para el transporte abarrotado y sin garantía ninguna de llegar a puerto.

El problema es cómo se logra eso. Cómo se convence a personas que huyen de la miseria, la humillación, la ausencia de futuro, la guerra o la persecución, para que se mantengan en los territorios donde viven, mientras la televisión por satélite bombardea sus sueños con expectativas de felicidad y consumo en Europa. El problema es qué política puede controlar el deseo, qué regulación o directiva puede hacer que alguien renuncie a la ilusión de una vida mejor. La migración actual supone un sistema de vasos comunicantes, abiertos para el trasiego, de territorios que funcionan como imanes frente a otros que no son capaces de frenar la salida de los suyos, porque lo que ofrecen es tan poco que es prácticamente nada.

Hay un error de percepción cuando se interpreta desde el mundo desarrollado qué es lo que mueve al emigrante, quién es ese viajero. En muchos casos -sobre todo los que llegan del Sahel y subsahel-, no son los parias de la tierra, todo lo contrario, son las personas mejor preparadas de la aldea, las que tienen una profesión, las que han logrado reunir los tres o cuatro mil euros que cuesta –tirando muy por lo bajo– aventurarse al viaje. Se trata de personas apoyadas por sus comunidades, con capacidad más que suficiente para valorar los riesgos y las ventajas de su decisión. Personas –la mayoría– que asumen la posibilidad de morir en el intento. Para esas personas, ni la ausencia de criminalización (signifique eso lo que signifique), ni los acuerdos de largo recorrido en colaboración, van a suponer un freno. Para esas personas, que son la mayoría, la única posibilidad de evitar el peligro de morir es una política europea de permisos de trabajo consulares, diáfana, reglada, rápida. Un sistema ágil y abierto que funcione.

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