Opinión | Retiro lo escrito

El modo canario de tal y cual

Pleno del Parlamento de Canarias

Pleno del Parlamento de Canarias / María Pisaca

Un estudio de no sé qué Escuela de Políticas Públicas piropeaba recientemente al Parlamento de Canarias por su hercúlea capacidad de conseguir amplísimos acuerdos y aprobar muy mayoritariamente más del 25% de sus leyes. Ignoro cómo consiguen argumentar que estas circunstancias significan una cámara legislativa más «productiva y efectiva» (sic).

El estudio, obviamente, encanta a las fuerzas parlamentarias, pero es que para eso está más o menos redactado. Por supuesto que es una buena noticia que el espacio público canario no se asemeje al chiquero de la polarización y del guerracivilismo que hiede desde la Villa y Corte de Madrid. Pero no creo que sea para lanzar un suspiro de satisfacción interminable. Porque sería estupendo y de una ejemplaridad que aturdiría a Javier Gomá que todo este hercúleo esfuerzo consensual estuviera dirigido a acordar e implementar las reformas políticas y administrativas, económicas y sociales, que le urgen a Canarias si quiere seguir siendo un país viable dentro de veinte, treinta o cuarenta años. Desafortunadamente no es así.

El modo canario de hacer política, esa benéfica selva de virtudes a cuya dulce sombra se suscriben pactos, acuerdos, leyes, normas, marcos regulatorios y retóricas democratistas de una cuestionable canariedad, deviene, en realidad, el único rasgo de astucia –a veces consciente y otras intuitiva– que comparten nuestra élites políticas. La política, tal y como se cultiva prototípicamente en Canarias, no llega a acuerdos para practicar reformas, sino para simular que se está reformando algo con la garantía de que nadie va a denunciar lo contrario. Aquí ese supuesto altísimo grado de consenso no es más que un espeso y especioso maquillaje verbal que enmascara la empresa de socorros mutuos pactada –uno de los pocos pactos reales– en el seno de la oligarquía partidista. El hecho de que en Canarias el poder sea cosa de tres –con ligerísimos matices– estimula estos rituales de avenencia que fortalecen –o aspiran a reverdecer– la legitimidad democrática de los implicados. Se pueden votar leyes cuasiunánimente, es evidente, pero las normativas que gozan de ese santo apoyo se aplican mal o insuficientemente o se quedan huérfanas del indispensable desarrollo reglamentario.

Que una de las reformas más trascendentales que necesita Canarias ni siquiera sea mencionada habitualmente se me antoja lo suficientemente esclarecedor. Me refiero a la reforma de la administración autonómica, que se sigue rigiendo por una ley del año 1987. Cuando señalas una evidencia tan elemental te abruman con la infinidad de pequeñeces técnicas, normativas y organizativas que se han amontonado en el transcurso de treinta años cosiendo y recosiendo y tapando con harapos –a veces oportunos y otras oportunistas– los quebrantos, atascos y deficiencias en el sistema. La administración pública es la palanca principal de la gobernanza de una comunidad. Una administración autonómica lenta e ineficiente, con plantillas envejecidas y con conocimientos y aptitudes desfasadas, es como una red de abastecimiento de agua que pierde el 30% del caudal. Un estropicio, una irresponsabilidad y un despilfarro intolerables. Pero ocurre todos los días. Y cronificar los problemas estructurales de administración pública supone cada vez un riesgo mayor: empeora su funcionamiento, deja de dar respuesta, no consigue autodiagnosticarse. La combinación de plantillas envejecidas, modelos de organización periclitados e inermidad tecnológica y formativa nos llevarán a una catástrofe. Si todavía no se ha sabido introducir y/o gestionar el big data satisfactoriamente en las administraciones locales, insulares o autonómicas, ¿qué ocurrirá en la próxima década con la inteligencia artificial? Aquí sí será imprescindible un amplio consenso. Pero espere sentado. O mejor acostado y con mantita.

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