Opinión | Un carrusel vacío

Al final, siempre McCartney

Al final, siempre McCartney

Al final, siempre McCartney / Vostoky

Si me piden que nombre a mi Rey Mago favorito, siempre respondo «Baltasar». Del mismo modo, dentro de ese otro conjunto –esta vez, un cuarteto– de magos que fueron los Beatles, mi preferencia se inclina hacia Paul McCartney, a pesar de que Lennon y Harrison también lo merecerían. Pero McCartney es el más melódico y, a la vez, el más versátil. Puede pasar de la dulzura al rock agitado en un instante. Ha compuesto una gran parte de los grandes temas de la banda. Y, tras la separación de los Beatles en 1970, continuó deleitándonos con sus álbumes en solitario y con los de su siguiente gran grupo: Wings. Da vértigo pensar que una parte fundamental de la historia de la música pop se concentra en él.

Por eso, verlo en el escenario este mes como una persona real, de carne y hueso, es una experiencia casi religiosa. Y la segunda vez que me sucede en la vida. La primera fue hace ocho años, en 2016, cuando actuó en Madrid, en el desaparecido estadio Vicente Calderón. Tenía el pelo menos cano y más matices en la voz. El señor que vino al WiZink Center de Madrid el 10 de diciembre contaba ya con ochenta y dos años, pero eso no le impidió ofrecernos uno de los mejores conciertos que he presenciado jamás.

Elegante, flemático y afable, subió al escenario con chaqueta y chapurreando español. Nos llamó «chulapos» tras una genial interpretación de A Hard Day’s Night: uno de los más célebres temas de los Beatles, de 1964. La legendaria banda estuvo muy presente en todo el concierto: Paul no renegó de esa parte de su vida; al contrario. Las canciones de los Beatles se fueron alternando con las de Wings y con las de sus álbumes en solitario.

De las primeras, sonaron animados clásicos como Drive My Car, Getting Better, I’ve Just Seen A Face o Love Me Do. Being for the Benedicto the Benefit Of Mr. Kite! y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Cub Band fueron interpretadas sobre un fondo psicodélico, acorde con la estética del álbum. Blackbird fue emocionante, Ob-La-Di, Ob-La-Da, tierno, y Hey Jude se convirtió en himno, coreada por las decenas de miles de personas que formábamos el público. Hubo partes muy dulces, como Let It Be, con Paul al piano, o Something, que interpretó con ukelele como un homenaje a «su hermano» George Harrison, que le regaló el instrumento.

John Lennon también tuvo su espacio. De hecho, protagonizó uno de los momentos más conmovedores y sorprendentes del concierto, cuando se proyectó su imagen en la pantalla –cabello largo, gafas redondas– y cantó «a dúo» con Paul el tema I’ve Got A Feeling.

Muchas más imágenes de la época de los Beatles, divertidas y entrañables, se sucedieron en la inmensa pantalla del escenario. Por ejemplo, durante la interpretación de Get Back, que enloqueció al público.

McCartney homenajeó también a su actual esposa, Nancy, con un tema al piano: My Valentine. Me decepcionó que no hiciese siquiera una mención a la primera, Linda, aunque cantara la preciosa canción que le dedicó en 1970, ya en su etapa en solitario: Maybe I’m Amazed.

Recordé que, en el concierto de hace ocho años, en la pantalla se mostraron fotos de Linda, sola o con él. En esta ocasión, la foto que aparecía era de Paul con su recién nacida hija Mary, en 1970. Ni una palabra para Linda. En comparación con el concierto del Vicente Calderón, me han faltado esta vez más canciones melódicas en el repertorio. He echado de menos Yesterday, Michelle, Here, There And Everywhere o Eleanor Rigby, que sí sonaron en aquella ocasión. A cambio, en esta nos deleitó con una interpretación de Live And Let Die apoteósica, con fuego y efectos lumínicos, que hizo brillar el WiZink Center –detrás de nosotros, un hombre llegó a marearse– y con el tríptico final de Abbey Road, compuesto por Golden Slumbers, Carry That Weight y The End.

Fueron casi tres horas de concierto que, sin embargo, no se hizo largo. Ha perdido voz, pues los años no pasan en balde, pero la calidad se mantiene muy alta y los músicos que lo acompañaban eran auténticos profesionales. El legendario compositor nos ofreció un espectáculo inolvidable que él mismo fue el primero en disfrutar. A veces se nos olvida que todos estos viejos rockeros no necesitarían seguir dando conciertos, pero lo hacen, porque es lo que han hecho toda la vida; es la emoción que precisan para sentirse vivos. Y ese disfrute se traduce en magia, en ilusión compartida, similar a la que puede experimentarse en la Noche de Reyes. Una ilusión que también reflejan sus ojos, porque, como dice The End: «Al final, el amor que recibes es igual al amor que entregas».

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