Opinión | El Recorte

Puesta de sol

La existencia del Estado es residual en el País Vasco y comienza a serlo en Cataluña

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, conversa con el ministro de Transportes, Óscar Puente, en presencia de la vicepresidenta primera, María Jesús Montero, durante un pleno del Congreso.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, conversa con el ministro de Transportes, Óscar Puente, en presencia de la vicepresidenta primera, María Jesús Montero, durante un pleno del Congreso. / José Luis Roca

A Carlos I le dijo un fraile pelota que reinaba en un imperio donde no se ponía el sol. Tal vez conjuró una maldición, porque no tardó mucho en empezar el crepúsculo. Y desde hace dos siglos o así, todo ha sido un largo atardecer melancólico.

El pesimismo endémico de los españoles, motor intelectual para toda una generación de escritores y pensadores, fue la nostalgia de la pérdida del imperio y de las glorias pasadas. Cosas que hoy solo se ven en los museos y se leen en la historia. Glorias que no son tan gloriosas a los ojos de los descendientes. «Gobierno de alpargata y de capote, timba, charada, a fin de mes el sueldo, y apedrear al loco Don Quijote» decía Unamuno de este país. «España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía» escribió Machado. Y remataba Gil de Biedma con las palabras tal vez más dolorosas y certeras: «De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios, decidiese encargarles el gobierno y la administración de su pobreza».

La democracia recuperada en los años setenta del siglo pasado fue el amanecer que siguió al crepúsculo de una república calórica y una dictadura de cuarenta años. Casi medio siglo cara al sol. Un sol que tampoco se puso hasta que el dictador murió en una cama de sábanas amarillentas y ensangrentadas. Durante las últimas décadas del pasado siglo y las primeras de éste, se habló del «milagro Español» con asombro. Porque acostumbrados a que todo aquí acabara mal, al triunfo del separatismo, el insulto, el desorden y los rencores, lo ocurrido en nuestra democracia parecía milagroso. Una sociedad en libertad, en respeto, cuidadosa con sus instituciones y respetuosa con el orden y la convivencia. Un país que se modernizó, acabó con sus sectores productivos obsoletos y se lanzó al desarrollo económico y la prosperidad. Los genuinos representantes del pasado más negro, los asesinos de ETA y los militares golpistas, se convirtieron en un grano purulento que acabó reventando y secándose, después de hacer todo el daño que pudieron. Un sangriento daño inútil.

El final del sueño de la democracia tenía que venir, como ya anunciaba Jean Francoise Revel, desde dentro. Porque la democracia es el único sistema que no solo no se defiende de sus asesinos, sino que les permite actuar en total libertad. Esa es la esencia de la propia democracia.

El título octavo de la Constitución Española de 1978 estableció un imperfecto y flexible sistema de autonomías que hacía posible la coexistencia de un Estado fuerte con una descentralización política y administrativa que acercaba la gestión de los problemas a los propios ciudadanos. Durante más de cuarenta años ha sido el instrumento que ha permitido la prosperidad y el desarrollo de España. Y ahora estamos en el momento en que ha empezado su voladura descontrolada.

Los efectos disolventes de la acción política del independentismo catalán y vasco no se resumen al asalto a los Presupuestos Generales del Estado. Ojalá. Todos los poderes territoriales legítimos aspiran a tener más en el festín de las cuentas públicas y no existe nada de extraño o de ilegítimo en esa pugna. El problema es que, dentellada a dentellada, hay dos países que están obteniendo el botín de la soberanía frente al Gobierno más débil en la historia de la democracia y el presidente más dispuesto a mantenerse en el poder aunque el precio sea la entrega del poder mismo.

La existencia del Estado es residual en el País Vasco y comienza a serlo en Cataluña. Porque si convenimos que el verdadero Estado es el Estado Fiscal, el español ya casi no existe en Euskal Herría y va camino de extinguirse en los países catalanes.

Los síntomas no se atisban –aunque tengan que ver– en la desaparición y proscripción del castellano, en la exigencia de entrega de las competencias en materias de control de fronteras o en la nueva identidad nacional que otorgan las embajadas propias. Están en la ruptura de amarras económicas y fiscales. En que el Estado de los españoles se haga cargo de los noventa mil millones de deuda del Estado catalán. En que el Gobierno central, genuflexo, les entregue el rescate exigido de cuatro mil millones no invertidos en los últimos cuatro años. En que el presidente prisionero de España mande al dorado exilio belga del emperador del Paralelo a sus negociadores, para convenir un tratado de paz con una nación extranjera, Cataluña, que le permita seguir en La Moncloa. Ese palacio desde cuyos ventanales, en las tardes de otoño puede verse, mirando hacia el Oeste, la puesta del sol.

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