Opinión | Pinturas regias
Olga Merino
Felipe, Letizia y la luz de Velázquez
Cuentan que la difunta Isabel II regañó un poco a Annie Leibovitz la primera vez que la retrató, en 2007, en el palacio de Buckingham. La reina llegó tarde, de no muy buen humor y con solo 25 minutos disponibles para la sesión; encima, la tiara que lucía en la cabeza desbarataba los planes de la fotógrafa, pues habría preferido inmortalizarla a caballo y en el castillo de Windsor. Leibovitz pidió a la monarca que se despojara de la diadema para que la imagen resultara más sencilla, «less dressy», expresión que podría traducirse como menos formal, menos elegante o peripuesta. «Less dressy!», replicó la soberana con retintín británico y un punto de irritación; «¿qué crees que es ESTO?», añadió señalando la capa de la antigua Orden de la Jarretera que la envolvía, así como el resto de los oropeles textiles. Acto seguido, se informó a la retratista de que la tiara no podía quitarse una vez puesta, ignoramos si por razones protocolarias o bien de peluquería. El ambiente se distendió al rato –la reina llegó a confesarle que su hermana Margarita habría ejercido mejor de modelo–, y el resultado final fueron unas fotografías impresionantes, sobre todo por la luz dramática. Leibovitz sabe lo que se hace. Volvieron a requerir sus servicios en 2016, esta vez en Windsor.
Una debe de ponerse bastante nerviosa cuando te contratan los royals para un retrato, aunque te asistan varios ayudas de cámara y te aguarde una minuta de 137.000 euros. O tal vez por eso. Ha habido comentarios al respecto para dar y vender pero, de cualquier forma, en casa estamos encantados, incluso el sector jacobino, con el díptico que ha realizado la artista norteamericana de Felipe VI y la reina Letizia; primero, porque nos distrae un poco de los disgustos, el lodazal y la casquería política y, segundo, porque las fotografías en el Salón Gasparini son espléndidas, a qué negarlo. Parece claro que la artista se ha empapado bien de la tradición del retrato español en su edad de oro, de Velázquez a Goya, e incluso hay quien ha visto un paralelismo entre la mano de Letizia, en cuyo índice luce un anillo, y ese mismo dedo estirado con elegancia, apuntando hacia el suelo, del óleo goyesco Retrato de la duquesa de Alba de negro. Y el espejo y la luz velazqueña que entra por la derecha, como en el cuadro Las meninas o La familia de Felipe IV. De los pinceles al píxel.
Afirmaba la escritora Susan Sontag, quien fue pareja de Leibovitz durante 15 años, que cada fotografía es un mero fragmento y, por tanto, «su peso moral y emocional depende de dónde se inserta». Tal vez no ha sido el mejor momento para desvelar los retratos regios. Pero si una fotografía cambia según el contexto donde se ve, el díptico de Felipe y Letizia no cuelga en otro lugar que en la colección de grandes retratos oficiales del Banco de España, inaugurada en 1782 con un retrato de Carlos III pintado por Goya. Lo demás es ruido. Pasarán los años y los retratos se contemplarán como lo que son: arte. También decía Sontag que a la postre todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo. n
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