Opinión | Observatorio
Política espectáculo

Política espectáculo / El Día
Cómo será de pobre la vida política de nuestro país para que los escándalos acaparen por completo todo el debate. Temas como migración, vivienda, justicia o educación permanecen aparcados a la espera de conocer quién sabía lo de Errejón, hasta qué altas instancias afecta el caso Ábalos, si el novio de Ayuso es «delincuente confeso» o no, o si Begoña Gómez se aprovechó de su condición de mujer de.
Las andanzas de los actores del espectáculo son el propio espectáculo. La política es un circo con cuatro pistas compitiendo por la atención del espectador. El morbo se cuece en su salsa. ¿Por qué la actriz siguió de fiesta con Errejón si ya se había propasado con ella? ¿Por qué a Jéssica, la novia de Ábalos, la llaman «20 minutos»? ¿Vive Ayuso en el pisazo que su pareja compró con lo defraudado a Hacienda? ¿Intercedió Sánchez en favor de los negocios de su mujer?
Más escandalosa que la actuación de los presuntos implicados parece la reacción de los presuntos afectados por el tsunami político que han provocado los respectivos escándalos. Varios principios sagrados de la democracia se han sacrificado en la hoguera de las vanidades. El primero de todos, la presunción de inocencia, pisoteada en los cuatro casos.
El segundo, la obligación de denunciar cuando se es conocedor de un delito. Al parecer, todo el mundo sabía que Errejón era un «fiestero», al que incluso sus superiores le advirtieron: «Iñigo, controla tu vida privada». La fama de vividor de Ábalos era vox pópuli. Por si alguien no se había enterado de los líos con Hacienda del novio de Ayuso, el fiscal general ya se encargó de airearlos. Y Begoña Gómez nunca ocultó sus reuniones en Moncloa para negociar la financiación de sus másteres particulares. En fin, todos sabíamos todo.
Hay un tercer principio cuya vulneración resulta particularmente preocupante. En su carta de dimisión, Íñigo Errejón asegura estar enfermo y llevar tiempo en tratamiento psicológico por sus adicciones y sus trastornos de personalidad. Ya sé que a los maltratadores, ni agua, pero ¿y si de verdad estuviera enfermo? Estaríamos cometiendo un linchamiento insensible, inhumano, llamando «monstruo» a una persona que lo que necesita es ayuda profesional. La propia Yolanda Díaz ha dicho que le veía mejor con el tratamiento.
Asegura el muy leído Pablo d’Ors que «somos responsables de casi todo». Y, exagerando un poco, incluso sostiene que «si estalla la guerra de Ucrania, yo debo preguntarme: ¿en qué he fallado?». Esta pregunta, según el escritor y cura, «es más necesaria que preguntarse en qué han fallado los políticos o quien quiera que sea». Aquí lo único que parece importar es cómo va a beneficiar o perjudicar a «los nuestros» el escándalo correspondiente y a quién podemos culpar: ¿Al liberalismo rampante, al patriarcado abusador, al estrés de la vida política, a la hipocresía de Podemos y Sumar o al imparable avance del fascismo?
No sólo hemos de responsabilizar a los políticos, a los que hemos votado, sino también a todos nosotros, los miles de ciudadanos que, gracias a las redes sociales, participamos en la vida política como si nuestros seguidores fueran votantes y los likes votos.
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