Opinión | Aquí una opinión

Bonita, aquí todas servimos para todo

Carrera solidaria contra el cáncer de mama.

Carrera solidaria contra el cáncer de mama. / Cedida

Durante el verano de 1994 asistí a un curso preparatorio de la Asociación Española Contra el Cáncer para su nuevo programa de voluntariado en los hospitales universitarios de Canarias y de La Candelaria que comenzó en noviembre.

Ya tenía experiencia como voluntaria dando clases de apoyo a niños y así lo expresé al apuntarme a este curso. Quien me tomó los datos, y con razón, no me hizo demasiado caso y una vez finalizado ese periodo de conocimientos impartidos por profesionales, me citaron en su sede, entonces en la calle de San Francisco para darme las credenciales y acordar el horario en hospitales, una vez terminada mi jornada laboral diaria en la empresa donde trabajaba.

Entonces, atendía para estos trámites la responsable del incipiente voluntariado, Esther Tellado, una señora fuerte, trabajadora, avanzada de su tiempo y de lo mejor que he conocido en mi vida. Cuando me habló de «acompañar a pacientes con cáncer» le dije que no, que yo me había apuntado para apoyo escolar a niños ingresados y que no iba a servir para «eso otro»…

Lo siguiente que recuerdo fue que me colgó la credencial del cuello, me puso la bata en las manos y me dio un ligero empujón mientras me aclaraba, con un «bonita» como preámbulo, que «aquí todas servimos para todo»…

De modo que, al día siguiente, ya estaba yo, asustada, yendo a la planta que me habían asignado, sintiéndome como en un ring donde iba a librar un combate contra mis múltiples e innatos temores hacia cualquier actividad desconocida.

«Oncogine», me dijeron. Una enfermera me orientó a qué habitaciones dirigirme. Era una veterana de las que sabían quienes recibían visitas y a quienes sus familias no podían acercarse por lejanía o por otros motivos. Estuve con una señora, mi primera paciente, con la que, tímidamente, charlé y que tuvo la deferencia de enseñarme las fotos de sus nietos. Provenía de otra Isla y eso hacía, en aquél entonces, que la distancia supusiese poco contacto con otros, sólo un teléfono en el pasillo de la planta con un horario marcado para recibir llamadas que, si el paciente no podía, atendía el personal. Cuando me despedí, me cogió la mano y agradeció «la visita».

Han pasado 30 años de esa primera tarde de noviembre. Los cambios que se han producido son muchísimos. Nuestro mundo es diferente, es como vivir en otra dimensión. Pero lo que no ha variado es mi profundo respeto hacia los enfermos de cáncer y sus familias, el escuchar, apoyar y hasta acariciar que, en el fondo es lo que dignifica a la humanidad. A cambio, recibo una, muy agradecida por mi parte, experiencia con la que «soy» cada día. Porque aprendo con cada lágrima que acompaño y con cada risa que comparto que, efectivamente, en solidaridad, todos servimos para todo.

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