Opinión
Los clásicos que aborrecemos o la imposición de la lectura
Busco en internet y me horroriza ver que se recomienda leer ‘El Principito’ con 8 años, ‘El Quijote’ con doce

Exposición sobre 'El Principito' en Santa Cruz / Carsten W. Lauritsen
Tienes 10 años. Tus principales preocupaciones son que te pongan algo rico en el comedor, que no te castiguen, pasártelo bien, tener amigos. Tu profe de lengua te manda a leer El Principito; unos años más tarde, El Quijote. No te gustan. No los entiendes. Te aburren. Pero tienes que acabártelos para el examen. Empiezas a pensar que si eso es la lectura, si estos son libros de los buenos, tan aclamados en la literatura universal, entonces quizá leer no sea lo tuyo. Quizá no te gusta leer, pero lo haces a regañadientes. Terminas, cierras el libro, suspiras. Haces el examen. Crees que te olvidas de esas lecturas al entregar el folio, pero en tu cerebro va poco a poco haciéndose una bola de rechazo hacia esas obras que no identificas hasta mucho tiempo después.
Busco en internet y me horroriza ver que se recomienda leer El Principito con 8 años, El Quijote con 12. En algunas páginas web, incluso menos (me revuelvo, me enervo, me tiro de los pelos; espero que al menos se refieran a adaptaciones más ligeras).
El Principito y El Quijote han sido durante la mitad de mi vida dos grandes pesares. Los fui arrastrando durante muchos años; uno porque me obligaron a leerlo demasiado pronto, el otro porque me han repetido miles de veces, como un mantra, «tienes que leerlo». Imposición. Tienes que. A mi alrededor decían que son grandes libros, pero yo me mantuve en la posición que adopté de niña, como las manías –morderte las uñas, chasquear la lengua, rascarte los brazos, jugar con el pelo– que sabes que tienes pero no puedes evitar. Sigo ahora buscando en internet y veo que mi pesar es compartido. Incluso Lorca, en una primera lectura, rechazó El Quijote.
Generación tras generación, se suman las historias de gente relatando que aborrecía clásicos como la novela de Cervantes. Algunos dicen que no supieron apreciarla y disfrutarla hasta la universidad. Otros (muchos) se quedaron por el camino y nunca le dieron una segunda oportunidad (eso también es perfectamente válido; si no se goza de la lectura, lo mejor es no forzar la maquinaria y ya está, no leer, que no pasa nada, de verdad).
La tendencia actual de culpar a las redes sociales tiene razón solo en parte. Facilitan un consumo voraz de contenidos muy cortos, muy ágiles, muy llamativos, muy superficiales. Eso hace que disminuya la capacidad de prestar atención durante mucho rato, sobre todo a obras complejas como El Quijote, o desarrollar un pensamiento abstracto, como en El Principito. Pero ojo: yo, cuando iba al cole, no tenía ni móvil ni redes sociales. Mucho menos Lorca.
Encontré hace tiempo, pululando por el Instagram de mi antiguo instituto, una imagen de las chicas y chicos de bachillerato en una excursión al teatro para ver La casa de Bernarda Alba. Y muero de envidia recordando que me enamoré de esa obra, lo primerísimo que leí de Lorca, recitándola en Cuarto de la ESO (una iniciativa de Dulce, mi profe de lengua, con la que también pude elegir los libros de los que quería examinarme. Gracias a ello descubrí una de mis novelas preferidas).
A mí siempre me ha gustado muchísimo leer. Llevo toda la vida escribiendo, también. Por eso me resulta tan frustrante que me encasquetaran El Principito y El Quijote (y tantos otros libros). En este sentido hay muchas voces autoritarias que, en materia de literatura, creen sabérselas todas. Dicen que es obligatorio para todo escritor, toda escritora, haber leído a determinados autores (casi siempre hombres) de una lista cerrada. Que si no, no puedes ser escritor, escritora. Que si no te has sumergido en esas páginas, aunque acumules en tus retinas cientos de libros, sea lo que sea lo que hayas leído, no, no has leído de verdad.
Más o menos a la misma edad en que me obligaron a leer El Principito, tuve por primera vez un libro de Carlos Ruiz Zafón en mis manos: El príncipe de la niebla. Lo saqué de la biblioteca del colegio porque me llamó la atención su portada y, como un efecto dominó, empecé a devorar otras novelas suyas y de otros autores que me ayudaron a encontrar la ficción y la aventura que por aquel entonces yo buscaba en una historia. Recuerdo con cariño a las bibliotecarias −cuyos nombres me encantaría rescatar de un cajoncito de mi memoria− que me entregaron varios diplomas por haber sacado tantos libros.
Zafón es un autor al que dejé de leer hace muchos años. Sin embargo, siempre será especial para mí porque me enganchó a leer en una época en que me hicieron odiar algunos libros. Y también porque, para mí, es el recuerdo más antiguo que demuestra que hay muchísimas maneras de acercar la lectura a la juventud sin embutírsela en la garganta.
Me ha costado años, pero he vuelto a leer El Principito. Y ahora utilizo con más cariño (si cabe) un marcapáginas que contiene una cita de esa obra. Fue un regalo de mi profe de literatura francesa, Juan Carlos (una persona que vive los libros), que nos dio a mí y al resto de mi promoción cuando nos graduamos en bachillerato.
Ya veremos más adelante con El Quijote. Quizá, o quizá no, le daré su oportunidad llegado el momento en que yo quiera leerlo. Pero es que, si nunca llega a apetecerme, tampoco pasa nada. Si no nace, no nace. Y no pasa nada por ello. No hay que martirizarse o aleccionar a quienes no quieren leer ciertos libros con el sermón de que se están perdiendo una de las mejores novelas escritas. Claro que hay que introducir −no imponer− la lectura en la escuela, pero hay muchísimas formas de hacerlo. Una obligación y un examen no es la manera.
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