Opinión | Gente y asuntos

Enero y punto y seguido

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, abandona el hemiciclo tras la votación este martes de la ley de amnistía.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, abandona el hemiciclo tras la votación este martes de la ley de amnistía. / JOSÉ LUIS ROCA

Ni en los cálidos sueños juveniles ni en la madurez imparable que contamos, llegué a pensar que este país nuestro cayera en la indecencia de los intereses mínimos, en la zanja donde no cabe el recato ni la educación, en la indecencia de las adversiones porque sí y, en suma, en los peores actos y gestos del totalitarismo que manchó la mayor parte del siglo XX...

Por un curioso azar –una compra en una librería de viejo–, recuperé la incendiaria dedicatoria de Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín Santos, que dediqué a un amigo en los primeros cursos de periodismo. En el retrato opresivo de la sociedad de la dictadura, la uniformidad política y territorial se vendió como una señal de identidad, como una clave patriótica cuando era exactamente lo contrario. Signo de identidad patriótica, cuando era, fue tristemente lo contrario. Motivado por el hallazgo, rebusqué en las estanterías y localicé Azul tenía que ser, un relato breve publicado por Nuestro Arte –con el primor habitual de Antonio Vizcaya y el gran Pedro González– y que por causas curiosas tuvieron una segunda oportunidad de venta.

Hoy como ayer, la novela de Martín Santos me resulta una joya testimonial que, como las denuncias serias y las profecías, proyecta sus valores en los ámbitos severos e indeseables. En el último martes de enero, en la espera de la temida consulta dental, releo la dedicatoria del amigo ausente y libero docenas de mensajes funcionales o interesados que atoran el correo; la publicidad, incluso la que me regala cuanto pueda desear, cae en sonoras cascadas y apenas si reservo algunas citas bienhumoradas que son perlas bienhumoradas en el piélago maloliente. Por profilaxis desecho las prédicas de los «partidos primaveras», aquellos que desde la desoída izquierda y la marcial ultraderecha venían a romper las cadenas y procurarnos la felicidad; y, en algún caso, por su ingenuidad bienintencionada, alguna tira dogmática –o sea, sin gracia– con las «maldades, carencias y taras» del presidente del Gobierno y del líder de la oposición.

En un país cualquiera, el nuestro, por ejemplo, que se inscribe entre la fe ciega y la pasión sin bridas, ignoramos sin pudor alguno y con pareja intransigencia las revelaciones de San Juan en Patmos y la teoría de la relatividad. En una ingenua tira, firmada por un desconocido Leodegario, Sánchez y Feijóo aparecen con orejas de burro y un aparatoso suspenso en geografía; el fondo de la viñeta es, simplificado, el mapa español con todas las claves y símbolos tópicos.

Entre otras concesiones específicas aparece la amnistía que, ahora, precisamente, es el precio que paga siempre el poder central a los territorios cuando necesita sus apoyos en las cámaras legislativas. Ahora y por un pertinaz y sonoro acompañamiento, se ha convertido en una oración patriótica o una ópera bufa, una reclamación exaltada con contradicciones y carencias argumentales.

Un colega vasco –con protagonismo notable en la Transición y retirado de la actividad política para su bienestar– elogiaba en una entrevista para Televisión Española en Canarias «la cintura política de Adolfo Suárez en las negociaciones, tiras y aflojas con el correoso Partido Nacionalista Vasco». A partir de ese hecho, con meritorios esfuerzos digestivos, izquierdas y derechas asumieron, sin excepciones, compromisos incómodos y necesarios que tuvieron que cumplir para alcanzar el gobierno.

La amnistía –el término de moda– tiene un uso generalizado y orquestado que gustará más o menos a unos y otros pero que ha logrado que, para distintas funciones, se logren acuerdos previo paso por taquilla. La izquierda regresada hizo un notable sacrificio que los puristas nunca perdonaron a la dirigencia de Carrillo su disposición y generosidad en el acuerdo; Suárez amnistió los crímenes y excesos de los vencedores de la Guerra Civil, amansó a los cachorros del franquismo y posibilitó la transición, con carísimo precio personal: el fin de una carrera inteligente y prometedora; Felipe González tragó exigencias del insaciable e inmune pujolismo y regateó la cuota pero pagó la tasa; Aznar aprendió catalán –con dos narices– y cumplió con holgura las condiciones exigidas triplicando la capacidad recaudatoria de la Generalitat. Y Rajoy, Pedro Sánchez y los dirigentes del futuro estuvieron y estarán sometidos a la misma obligación.

Ganaríamos tiempo y aseguraríamos el futuro si, a calzón quitado y con reglas justas, ajustáramos diferencias, respetáramos derechos y fueros, actuáramos sin agravios y llegáramos a la convicción de que en la sociedad contemporánea todos tenemos que ceder, si queremos estar, crecer y convivir, sin miedo a los tópicos ni las palabras; sin bendecirlas ni condenarlas a la ligera.

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