Opinión | La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz Ramos

El relato

¿Qué suelen votar los españoles en el extranjero?

¿Qué suelen votar los españoles en el extranjero?

Lo que mueve a una persona a votar a un partido, o coalición, se compone de multitud de motivaciones. Los gurús, que tanto proliferan, se empeñan en discernirlas para orientar un mensaje que, como un imán, atraerá votos. Me parece que lo consiguen sólo a medias. Y a veces muy poco. Y a veces a fuerza de vender humo afirmando obviedades envueltas en power points con infinidad de colorines. Qué le vamos a hacer, es signo de los tiempos: si un partido no derrocha sus caudales en esta pseudociencia, no parecerá serio o, peor, científico. Los que tenemos alguna experiencia a veces nos echamos manos a la cabeza. A algún amigo le tengo dicho, cuando me enseña ese arcano llamado estudio cualitativo, con focus groups, que me pregunten a mí, que se lo digo gratis. No es que sea más listo, es que llevo más elecciones en el cuerpo que pelos tiene el coach de turno. Para lo que sí sirven es para el gobierno de la ansiedad. Aunque, si vas perdiendo, ni por esas te relajas.

El caso es que a veces se confunde la motivación por el voto con la autoatribución de cada persona a la izquierda, a la derecha, al centro –Dios se lo perdone-, al nacionalismo, al fascismo o al animalismo. Esto no es como en el fútbol que uno es de un equipo gane o pierda, con fidelidad perruna. La democracia es algo más sofisticada. Y actúa, al menos, un fondo de convicciones pero, también, del que vota para que no gane el otro coyunturalmente. Y a partir de ahí hay muchas combinaciones posibles, según el ámbito de la elección, las candidaturas, etc.

Todo esto debería ser tenido en cuenta por aquellos comentaristas voluntariosos y honestos, que reclaman al Gobierno del Reino de España más relato. Yo en principio estoy de acuerdo: esa frotación brusca y adusta contra los adversarios da muy mal rollo, por decirlo en plan coach. Ahora bien: a la inversa también pasa, pero puede usted estar seguro de que no encontrará comentarista o intelectual de derechas que acuse al PP o a Vox de lo mismo: si acaso pedirán más caña por el bien de España. ¿Debemos, pues, sentirnos orgullosos los de izquierdas de ser más sutiles, más elegantes? Pues no estoy seguro. Creo que hay un poso enorme de electores de izquierdas que comprenden la situación, que quizá no la amen, pero que la aceptan con una resignación que, a medio plazo, puede robustecerse o volverse contra el Gobierno. Por supuesto, ahora, la cuestión clave es Catalunya: tanta irritación da plegarse a la insolencia de Junts como suponer, razonablemente, que es prioritario cerrar, al menos en parte, ese conflicto que todo envenenará si no hay cesiones. No es casual que la derecha se centre en esta cosa –y en el Poder Judicial, básico para su forma de hacer política, digamos que con supremo desparpajo-, esperando que la resignación de masas se quiebre. Pero no lo van a tener fácil. Lo que es un problema para el PP porque en esa apuesta también arrasa con su imagen tranquila, o sea, que no consigue una transferencia de resignaciones. Y eso no lo ven. O sí, pero son muy cobardes como para ser moderados, temen el fulgor de las redes y los insultos de sus periodistas de camarilla. Y a Vox, que, cuanto más censura, mayor admiración obtiene de catervas de concejales del PP que siempre quisieron una kermesse neofranquista.

Pero no deja de ser cierto que el Gobierno, y cada una de sus piezas, precisa relato. El problema es cómo hacerlo. Demasiado esfuerzo para dedicar mucho tiempo al medio y largo plazo; mucho esfuerzo, inevitable, para engrasar el frotamiento con los aliados. Las admoniciones morales o las poses basadas en la superioridad ética no valen a estas alturas. Los partidos, como lugares de reflexión, estudio, formación y debate,  fueron cuidadosamente desmontados por aquel vendaval de la nueva política, que sirvió para meter en la agenda nuevas preguntas pero muy pocas respuestas. Repensar la forma partido, que no ha sido sustituida por otra cosa, es una urgencia. Pero la derecha tiene una ventaja: su capacidad para organizar laboratorios de ideas. No hace falta que sean grandes estructuras –aunque tiene universidades católicas y editoriales a su disposición-, basta con que sean capaces de hilvanar varias ideas generales que den consistencia a una presuntas justificaciones culturales: moralina, capitalismo y nacionalismo español.

Un ejemplo: el gesto fascista de ahorcar en efigie al Presidente del Gobierno en el cabo del año, repite cuidadosamente la forma en que se clausura la Semana Santa en muchos lugares –ahora menos–: el Judas, el traidor, el judío, en suma: imagen y síntesis de toda maldad. ¿Eran conscientes de eso los estúpidos combatientes por la fe y la España eterna? No creo. Pero, por así decir, hay un cierto aire de familia, una comprensión suficiente para ligar este gesto con un pasado inquisitorial en que ciertas cosas se arreglaban con fuego. Por eso la manía redundante de explicar las grandes virtudes hispánicas del Siglo de Oro para contraponer a la España europea de ahora, incluido el rezo del Rosario y las banderas con las cruz de San Andrés, la de los tercios y la de los carlistas. Algo parecido, en defensa de sus valores y de la democracia, está ahora ausente en el pensamiento de las izquierdas. Los mismos intelectuales progresistas, los sindicalistas, los dirigentes de organizaciones sociales, circulan por los bordes de los asuntos, rebotan memes con quejas apocalípticas de las idioteces del neofranquismo… y se lamentan de vez en vez de que su Gobierno no tenga relato.

La derecha es más feliz cuando gobierna que la izquierda, que se echa sobre sus hombros todas las penas del mundo. Y cuando no gobierna se muestra entre ácida y amarga. La derecha puede convertir un remedo de auto de fe en una fiesta, y viceversa. La izquierda convertirá la fiesta en una angustiada lamentación por lo que pudo haber sido y no fue. La derecha copia de la Santa Iglesia Católica ideas, dogmas y símbolos. La izquierda quisiera ser Iglesia de confesionarios y penitencias. Casi todos los días recibo mensajes en los que se glosan  los disparates de las derechas corrosivas: lo que late en el tono es que es autoevidente su locura, error y maldad. Pues no. No es autoevidente para el que no esté ya convencido de lo contrario. El relato. Pero debería ser un relato colectivo, autoconsciente de lo que nos estamos jugando en Europa. Todo Gobierno merece y necesita críticas, pero si usted es de izquierdas mire a ver si se le ocurre algo para que el grosor de las posibles no destroce cualquier ilusión.

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