Opinión | Risas y fiestas

Aida González Rossi

Palabras gastadas

Palabras gastadas

Palabras gastadas

Anne Sexton, en su poema Palabras, dice: «Las palabras y los huevos deben tratarse con cuidado./Una vez rotas, son imposibles de reparar». El poema es precioso y me da miedo. Es precioso porque indaga en lo complejo de las palabras, esos moldes pequeñitos que podemos pronunciar, escribir, tatuarnos, dibujarnos con las uñas delicadamente en los brazos para observar cómo se van borrando poco a poco y sin embargo… Escarba en la neutralidad de una palabra, en cómo esta se quiebra al conectarse (soga) con lo nombrado. «Pueden ser tanto margaritas como moratones», explica Sexton.

No creo que se refiera a que con palabras podemos señalar tanto una margarita como un moratón, lo bello acariciándonos y lo horrible mordisqueándonos juntos en la misma herramienta que, si vivir fuera más sencillo, solo debería valer para una cosa. Creo que Anne Sexton nos habla aquí sobre la capacidad de una palabra. Una sola. Por ejemplo, «ternura». Su significado es margarita, pero podemos usarla para moratón. Lo duro (incomprensible a veces: dolor de cabeza como de estar intentando imaginar la nada) de las palabras es que su valor depende de su uso, de la intención de quien se las saca de la boca, a veces de lo que se les haya ido pegando en la repetición, a veces no debemos mirar solo el molde porque los moldes por sí solos no alcanzan para representar la realidad.

Me refiero a: si a tu abuela se le olvida cómo demonios se hacía un bizcochón, si tú, llena de congoja, te quedas durante diez horas mirando fijamente el molde casi ferrujiento en el que los horneaba asegurándote a ti misma es lo que les daba forma así que esto es el bizcochón, puedes acabar olvidándote de cómo era el bizcochón. Su deshacerse entre los dientes pintaditos de leche. Sus ciscos encontrados entre el pelo horas más tarde. Si horneamos otra cosa en el molde (una lasaña rellena de mierda, por ejemplo), ¿no será horrible decirte a ti misma que es la blandura-nube que entre el olor a café y esas manos tan conocidas?

Con las palabras pasa a la vez algo un poco distinto, claro. Como las amamos (y de eso habla Anne Sexton: «Pero intento cuidarlas/y ser amable con ellas»), les damos todo el crédito del mundo. Nos fiamos de ellas, pues no tenerlas implicaría desastre: hallar una lengua común que pueda permitirnos hacer el esfuerzo de tratar de entendernos, de que mis margaritas cubran tus moratones, de que mis moratones se acerquen a tus margaritas, es tan importante que tenemos que aferrarnos sí o sí a lo que el lenguaje nos regala.

Entonces: sí, claro que el molde es el bizcochón, cómo no va a ser así, la única certeza de bizcochón (abuela) que tengo es este molde y, como el bizcochón es invisible y lo necesito, confío, confío, confío.

Y me trago la lasaña de mierda si es necesario.

Vuelvo a la palabra «ternura». Como ejemplo de palabra-margarita. Ternura es perdonar los fallos, entenderlos como parte de lo que somos, mirar con la mayor cercanía posible y lograr así tener el mayor cuidado posible con aquello que no debe ser férreo para vivir con fortaleza. Me resulta preciosa (como el poema) y me da miedo (como el poema), y me pasa justo por esto que comentaba: la necesitamos tanto que nos abrazaremos a cualquier uso que se le dé porque es el cartel luminoso que nos indica aquí estás segura. Pero las palabras pueden romperse, ¿no? Como un huevo que se cae del poyo y lo deja todo fatal. Y los moratones que hay tras ellas tienen que ver con eso: aprovechar la falta que nos hacen para dejarnos al final, por desgaste, por protección, sin ellas.

Cuando las palabras que nos protegen se rompen, lo que queda es un molde vacío. Volamos hacia él como los mosquitos hacia las lamparitas que prendemos para que las pesadillas no nos golpeen tanto. Quien las usa, porque las usa, piensa que lo está haciendo todo bien, que su discurso está perfectamente alineado con sus acciones porque si no ¿qué objeto representa este ruido que escupo sin cesar? Esa es la cosa: ninguno.

Repetir las palabras una y otra vez sin aceptar sus consecuencias nos lleva a fijar la mirada en algo vacío que jamás nos dará nada. Nos lleva a romperlas, y entonces nos quedamos desamparadas, y eso duele, duele porque gritar «techo» no cubre de la lluvia. Es muy fácil hablar. Muy difícil asumir que el lenguaje es tan complejo porque es la soga que ata las cosas a su representación, no las cosas mismas, no la mentira con la que nos satisfacemos y a través de la que nos libramos de esforzarnos, arriesgarnos.

Lo que quiero decir es que las palabras no curan: permiten curar.

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