Opinión

Nayra Bajo de Vera

Un fisco de alegría sin sentido

Un fisco de alegría sin sentido

Un fisco de alegría sin sentido / El Día

Diciembre equivale a navidades. Así lo tenemos aprendido en nuestro imaginario compartido de sociedad con base católica. Por eso estas fechas son el gatillo que da lugar a emociones de todo tipo. Empiezan a bullir con fuerza cuando ya notamos el frío y vemos las primeras decoraciones prematuras en las calles, pero se apagan de golpe cuando volvemos a la rutina y ponemos punto (y seguido, porque seguirá) al despilfarro capitalista tan característico de esta época.

Es como si la religión hubiera sido sustituida por el culto al consumo. Yo, que me crié en una casa atea y llevo toda la vida siéndolo, tengo las navidades tan integradas como cualquier otra persona de mi entorno (en gran medida, asociadas a comprar). Y como tal, estas fiestas me despiertan emociones, recuerdos y deseos, tanto buenos como malos.

Son fechas de contradicciones, también. El mismo evento puede traer miles de sensaciones y significados arraigados en cada persona. Lo acogedor de pasear por la noche bajo las luces, el estrés de las aglomeraciones, la ilusión de comprar regalos a los seres queridos. La decepción cuando el regalo no es acertado, el enfado o la tristeza cuando no hay regalo. Los precios caros que suben y suben.

Están los reencuentros esperados y los que antes de que empiecen ya deseas que se acaben. Cenas con los cuñados, estrés de los exámenes finales. Por fin vacaciones, pero a trabajar sin descanso en los fogones. Llegan los nervios de la lotería, que año tras año se lleva 20, 40, 80, quizá 120, o puede que incluso más dineros, y nunca trae nada de vuelta. Luego, la decepción. Pero sigues comprando números, no vaya a ser que le toque el premio a la vecina, que ella ya lo compró, y luego tú, por boba, te quedes solo con el olor del champán.

Sientes la presión familiar en la mesa. Cada año te pesan más sus preguntas, lanzadas sin ningún interés real, que solo se plantean por rellenar el espacio entre bocado y bocado. Al final, solo son desconocidos que se tienen que reunir por una norma no escrita.

Puede que te adolezca la soledad, porque este año la mesa está vacía, o respires paz y tranquilidad, porque has decidido poner límites. Puede que haya una mezcla rara, en la que tu silla está rodeada de gente que te hace sentir sola. También puede que seas una de esas personas que ha decidido reinventar la navidad con una nueva familia sin lazos sanguíneos. Pero también puede que la navidad siempre estuviera bien para ti, porque tu familia es tu hogar seguro.

Maratones de películas, villancicos anticuados, tazas de chocolate caliente, angustia por el dinero, buenos deseos para el año que empieza. Hay un popurrí en el que se mezcla todo. Incluso quienes reniegan de la navidad, y solo quieren que se acabe, entran en el bucle. Y en esa combinación, entre una cosa y la otra, hay quienes necesitan cumplir con su buena acción anual para sentirse bien consigo. Pero también hay quienes no consiguen disfrutar del todo porque les ahoga la culpabilidad de estar disfrutando mientras otras personas no pueden.

No existe una fórmula universal para atravesar estas fiestas. Es difícil definir dónde nace y dónde muere la ilusión, sobre todo cuando no existe una fe religiosa ni una ingenuidad infantil que lo atraviesa todo con un telón de magia. Por eso son fiestas complejas, o al menos lo son para mí, desde que me di cuenta cuando era pequeña de que solo son una fecha más, que la emoción se desvanece, que las navidades se repiten iguales para mi abuela desde hace décadas, y ella se sumerge en ellas, mecánicamente, como un ritual que hay que repetir porque sí.

Por todo ello, estuve años renegando de las navidades. Las racionalicé y perdieron el sentido. Pero justamente por lo mismo, y aunque parezca contradictorio, me abandono ahora, hasta cierto punto, a la ilusión navideña. Porque antes, durante o después de diciembre, al menos algunas veces a lo largo del año, las personas necesitamos algo que esperar y ansiar. Sean las navidades, el equinoccio de invierno, Jánuca o el Ramadán; haya o no religión de por medio: hace falta celebrar y poner la alegría en algún sitio.

Para mí, las navidades son un poco eso. Las he convertido a sabiendas en un pequeño espacio de celebración y alegría sin demasiado sentido. Pero por no tenerlo, lo tienen. Lo más lógico, considero, es que cada persona haga lo que quiera y lo que necesite de las navidades. Y pienso sinceramente que nos hace falta más alegría, porque en el mundo real hace demasiado frío. Así que abrazo la ilusión y la magia, y abandono racionalizarlo todo, para dejarme llevar aunque sea un ratito por la navidad.

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