Opinión | Tal cual

Pablo Paz

La política española entre el sentimiento y voluntad

Archivo - El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

Archivo - El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez / Alejandro Martínez Vélez - Europa Press - Archivo

Según el profesor Gustavo Bueno –considerado como el mayor filósofo español del siglo XX–: «En política no se puede hablar de sentimientos sino de voluntades. Y la voluntad debe basarse en el conocimiento previo». Palabras que, si las trasladamos a nuestra realidad actual, viene a demostrarnos que a la política, para que funcione, le conviene contar con un pozo de comprensión y de verdad. No se puede, o no se debe, cuando los políticos se presentan a unas elecciones, engañar al electorado con programas tramposos, ya sean por acción u omisión.

En democracia no todo debería valer. Ya no se trata de traspasar líneas rojas o amarillas, el color da igual; de lo que se habla es de preservar, siempre, el interés general por encima de los intereses personales o de partido. Por eso se da tanta importancia a la dignidad. Esa que se posee, o no, cuando una persona se valora a sí misma por encima de las circunstancias del momento o de las exigencias de los demás.

En política nadie es imprescindible. Existe el término y el acto de la dimisión. Y cuando se está en activo, la palabra de un político debería constituir un compromiso ineludible; bien sea con sus votantes o electores, o si se tiene responsabilidad de poder, con todos y cada uno de los ciudadanos a los que debería servir, que no servirse de ellos. Ya no digamos si traiciona la promesa o el juramento dado cuando accede a su cargo, donde se menciona nada menos que la conciencia, el honor y la lealtad. De lo contrario, dicho político se convierte, en el acto, en alguien sin escrúpulos, sin límites, sin vergüenza.

Tal vez por todas estas razones, y visto cómo transcurre la política hoy en día en nuestro país, tiene mucho más valor hablar de la voluntad más que del sentimiento. Sobre todo, si ese efecto se abandera para destacar por encima de los demás imponiendo al resto de los ciudadanos el hecho diferencial; que se traduce, no les quepa la menor duda, en menos justicia, menos igualdad, menos libertad para los que no piensan como ellos. Lo que favorecería el debilitamiento de nuestra democracia.

Ante esta situación anómala en la que la izquierda radical, apuntalada y chantajeada por los enemigos del Reino de España, que pretenden nada menos que construir un muro –supongo que tendrán reminiscencia del que construyeron en Berlín–, es menester contraponer una alternativa democrática, pacífica y válida para nuestra sociedad. Hay que resistir ante tanta ideología líquida, basada en unas convicciones volubles y donde la palabra dada no tiene valor alguno.

Es falso el dilema que nos quieren vender sobre la elección de entre progresistas y conservadores, ya que su diferencia es meramente complementaria. No es cierto que el conservadurismo opte por una conservación indiscriminada y acrítica del statu quo, sino que lo que en realidad pretende es conservar cuanto de positivo haya en él. No hay que olvidar que el conservadurismo ha evolucionado con el paso de los años y, por consiguiente, se ha ido adaptando a los diferentes contextos históricos. Lo que sí permanece es la idea de la necesidad de preservar y respetar la tradición, la cultura y la historia ante cambios radicales.

El conservadurismo no reniega de sus principios fundamentales: orden y estabilidad, prudencia y gradualismo, autoridad y jerarquía, así como un recomendable escepticismo sobre el denominado «progreso ilimitado»; sobre todo si viene de esta izquierda que pretende imponer la desigualdad en función de la identidad de origen o de cultura de cada habitante, obviando la necesidad de identificarse que tienen los ciudadanos de un proyecto político común.

Hay que resistir. No nos queda otra. Sobre todo si se pretende que en el futuro haya algo que conservar y que podamos entregar a nuestros hijos. Como dijo el otro día el filósofo Fernando Savater ante miles de personas en la plaza de Cibeles de Madrid: «No toleréis lo intolerable. Porque quien tolera lo intolerable termina viviendo de una manera miserable»

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