Opinión | EL RECORTE
El primero

Ángel Víctor Torres y Jerónimo Saavedra en una imagen de archivo / CEDIDO/@AVTORRESP
Mientras en Madrid tomaba posesión un ministro canario, en las islas se apagaba la luz de otro. Mientras un expresidente prometía la Constitución, otro cerraba sus ojos para siempre. Mientras Ángel Víctor Torres empezaba una nueva andadura, cerraba la suya el que fuera primer presidente de la autonomía. El primero que dijo «Canarias es posible» cuando Canarias solo existía en los papeles.
En este país no hay como morirse para que te pongan por las nubes. Será también el caso de Jerónimo Saavedra, que hasta casi el final de sus días siguió vistiendo su verbo afilado, su sarcasmo inagotable y su aguda inteligencia. No fue, desde luego, un gran profeta: a las Agrupaciones Independientes, que acabaron con su Presidencia, las llamó «un sarampión pasajero» de la política regional. Luego estuvieron gobernando un cuarto de siglo. Resoplaba cuando se lo recordabas.
Se estalló como un ropero cuando quiso aprobar una Ley de Aguas, que levantó en armas a la agricultura de Tenerife. Y se la comió con papas. Pero luego se entendió a las mil maravillas con el sector cuando hubo que defender la plena integración en la Unión Europea. Fue el presidente que recogió el meritorio trabajo de la junta preautonómica y construyó –no sobre los cabildos– los cimientos de este monstruo en que se ha convertido hoy la administración regional. Y después de ser apartado por la primera moción de censura que se vivió en las islas, fue ministro dos veces, diputado al Congreso, senador, alcalde de Las Palmas y diputado del Común, además de estar al frente del PSOE de Canarias durante muchos años. Claro que cometió errores y metió la pata, pero en los peores momentos, en los más desagradables, mantuvo una exquisita cortesía y una educación a prueba de bomba. Porque cuando Saavedra te metía un rastrillazo lo hacía con la venenosa daga de la inteligencia más inclemente. Cosas del melómano que siempre fue y de su estilo florentino.
Siendo los suyos, como fueron, años políticos de extrema dureza ideológica y gran rivalidad partidista, la vida pública que hizo la generación de Saavedra se encuentra a años luz de esta ramplona verdulería populista de hoy. Morirse no hace mejor a nadie y menos que nadie a Jerónimo Saavedra. Ni falta que le hace. Cargaba con sus equivocaciones con suma facilidad, porque aceptaba haber cometido muy pocas. Mantuvo hasta su vejez una mente heterodoxa, iconoclasta, que le permitía decir lo que le daba la gana, coincidiera o no con lo políticamente correcto. Y eso sí, hasta el final fue socialista hasta la médula.
Decía, no me acuerdo quién pero no era de La Mancha, que una vida bien utilizada trae una muerte feliz. Y una mierda. No se puede ser feliz cuando ya no eres nada. Pero lo que sí deja una vida como la de Jerónimo es la huella honda de su paso. De sus logros. De su talante que ya ni abunda ni se le espera. En este tiempo de sectarios y mediocres no hace falta mitificar a un tipo que solo por comparación era un gigante.
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