Opinión | La espiral de la libreta
Olga Merino
La vieja costumbre de conversar con extraños

La vieja costumbre de conversar con extraños
Siempre pulsan mi timbre. Siempre (o casi). Por el método de prueba y error, supongo, el carrusel de gentes que utiliza el telefonillo de la finca intuye o sabe que acostumbro a estar en casa, como Batman en la baticueva. El cartero, viejo conocido; los mensajeros, el repartidor extraviado de Glovo, el vecino que se ha olvidado las llaves del portal, el técnico del ascensor, el correo comercial.
Pero hace poco se produjo una situación bien distinta cuando sonó el timbrazo. La cámara del interfono –la comunidad se empeñó en instalarla– mostraba a tres mujeres más o menos en la cuarentena. Parecían testigos de Jehová de antaño. «¿Hola?», dije en una especie de saludo interrogante. Habló la mujer de en medio: «Oiga, ¿vive en esta escalera alguien que hable armenio?». Me dejó patidifusa. Disponemos de una amplia variedad de nacionalidades en el inmueble, incluido el trasiego de un piso turístico, pero armenios juraría que no. Las vi marcharse por el visor hasta que se empequeñecieron calle abajo.
Llevo 40 días arrepintiéndome de no haber bajado al portal a charlar con ellas. Aún me intriga su necesidad de encontrar a un armenio. Y, sobre todo, el porqué de un método casi medieval de búsqueda, a tientas. Dejé escapar tontamente una historia que apuntaba maneras. El azar de conversar con desconocidos suele deparar sorpresas, como sucede en Extraños en un tren: dos viajeros acuerdan matar cada uno al enemigo del otro, construyendo así una coartada imbatible. Dos crímenes sin móvil.
Sin prejuicios. En otro tiempo, se pegaba la hebra con personas anónimas sin que el acercamiento pareciera una intrusión. En la sala de espera del dentista, en el tren o en pleno vuelo. A menudo, se trababa de una cháchara intrascendente, pero, a veces, sorprendía la fluidez de la comunicación, la manera en que afloraban cuestiones íntimas entre dos absolutos extraños, tal vez por la despreocupación de que no volverías a tropezar con el interlocutor en la vida. Quien no te conoce no te juzga. En ocasiones, también caían unos tostones soporíferos.
Ahora, en cambio, resulta impensable entablar conversación en el transporte público, pues el personal anda abismado en el móvil o en el nirvana de los auriculares. El otro día venía un artículo en The Guardian al respecto, donde, entre otros asuntos, se subrayaba que una investigación ha concluido que es más fácil deshumanizar a un adversario político cuando lees sus opiniones que cuando lo escuchas hablar.
Esta espiral iba a concluir con un chiste quitahierro entre dos extraños que conversan en Bruselas, Carles Puigdemont y Santos Cerdán, secretario de organización del PSOE. Un comentario jocoso sobre las virtudes del hablar. Pero un disparo en pleno barrio de Salamanca me ha dejado, de momento, sin habla.
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