Opinión
Ana Martín-Coello
La enfermedad del camino

Un nómada digital con su ordenador portátil en una zona turística . / E. D.
La gente –que también somos usted y yo– suele mirar con recelo a los nómadas.
Desde tiempos inmemoriales, esos hombres y mujeres que van de un sitio a otro por necesidad, cultura o por puro placer, son percibidos como individuos de poco fiar, dignos de escasa consideración o respeto.
Yo soy nómada a mi pesar. Cuando alguien así (que cree que en el camino está la respuesta a todo lo malo y lo bueno, que salta de una ciudad a otra, aun a sabiendas de que «la obsesión del viaje», como decía Bioy Casares, no se va aplacar nunca) se para, pueden suceder varias cosas.
La más inmediata es la sensación de ahogo, de que las paredes imaginarias que contienen el mundo se van estrechando como en las películas de terror psicológico. De que una mano invisible tira del cuerpo hacia el suelo y nada se puede hacer por vencer esa fuerza.
Eso, que antes sucedía en ciclos de unos cinco años, pasa ahora más frecuentemente, cuando llevo un tiempo anclada a un lugar, físico o mental. Entonces, comienza a pesarme la gente, la atmósfera y los días. Y vuelvo al pensamiento recurrente de que todo lo voy a solucionar escapando.
Sería, para mí, infinitamente más fácil no tener esta enfermedad del camino, no sentirme tan delirantemente atraída por lo desconocido, por los recodos, las paradas breves, los encuentros circunstanciales, los andenes y los horizontes. Cuánto mejor sería mi vida si mirara al futuro y no me viera escapando...
Sin embargo, me parece siempre que la raíz está sobrevalorada y siento sincera curiosidad por conocer qué secreto alberga esa gente que nunca se ha movido de su sitio. Que nace y muere sin haber salido de su entorno, de su ciudad, de su pueblo. Sin haber visto otro mar ni otros cielos. O que, incluso habiéndolos conocido, decide que está mejor sin ellos.
Hace no demasiado tiempo oí hablar a un paisano que no había salido nunca de su aldea ni tenía intención de hacerlo. Que apenas se había movido unos kilómetros para los sucesos inevitables: enamorarse, empadronarse, ir al banco o al médico, siempre dentro de su comarca. Se había casado con la hija de sus vecinos, que, cansada de las noches y los días eternos y del mismo cielo limpio y previsible, se fue un día con los hijos y lo dejó. Ahí te quedas, plantado como es tu gusto. No le pesa, dice. Antes muerto que salir «del lugar».
Imagino que a muchos de ustedes esta perspectiva les parecerá terrible. A mí también, qué decirles. Pero, al tiempo, me provoca envidia, sin matices.
Que alguien llame, tan rotundamente, sin dudarlo, «el lugar» al pueblo donde vive, que esté tan esféricamente convencido de que ese y no otro es su sitio en el mundo y sea capaz de sacrificar afectos, compañía y familia por esa idea, me admira, no les miento.
No nacer para la rutina, para un solo sitio, ser adicta al cambio, a los paisajes, a los trayectos, es un mal poco comprendido que, a la larga –y a la corta– se paga caro. Pero nada hay que pueda hacerle. Si acaso, intentar comprender de dónde nace.
«Nómada» viene, en origen, de numida, es decir, habitante de la extinta Numidia, antiguo reino bereber africano entre Argelia y Túnez. Me gusta pensar que, igual por ahí, por los ancestros, tiene explicación esta inquietud mía por moverme no hacia los recursos, como hacían los trashumantes antiguos, sino hacia lo que está por venir, que no llega nunca y, por eso, justo por eso, es tan estimulante.
@anamartincoello
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