Opinión | editorial
Crisis migratoria en Canarias

Inmigrantes recien llegados a Arrecife (Lanzarote) el 12 de octubre, día en que fueron rescatadas 648 personas en cayucos y pateras. / EFE
La incesante llegada de pateras y cayucos a Canarias durante los últimos meses se traduce en un problema inasumible por el Archipiélago, que no está en condiciones de hacerse cargo de un número de migrantes siempre en aumento. El riesgo de que las Islas se conviertan en la Lampedusa española ahí está, aunque muchas veces no perciba el Gobierno de España y la opinión pública de la Península las dimensiones del problema.
La silenciosa y esforzada gestión de ayuda durante los desembarcos y las condiciones favorables en el océano Atlántico, que permiten travesías relativamente menos peligrosas que en otros momentos, explican que la situación no haya tenido muchas veces la repercusión debida. Pero solo en lo que va de octubre suman casi 10.000 los migrantes llegados a puertos canarios, una cifra más allá de toda previsión, pese a las advertencias emitidas desde Canarias desde el mes de septiembre.
Lo cierto es que en islas como El Hierro –11.000 habitantes, 268 kilómetros cuadrados– ha crecido la dimensión del problema hasta requerir medios de los que no dispone. El simple control sanitario y el alojamiento de los recién llegados desbordan por completo sus capacidades. En el resto del archipiélago la situación es parecida. La reubicación de migrantes en territorio canario ha dado de sí todo lo que podía dar y el realismo obliga a concluir que el flujo de subsaharianos rumbo a Canarias no cesará, según los datos que maneja la Guardia Civil, presente en Senegal, la zona de la que parten la mayoría de los cayucos.
La inestabilidad política en Senegal, con la oposición sometida a persecución, y la situación en los países del sur del Sahel obligan a buscar alternativas para una gestión ordenada del problema, respetuosa con los derechos humanos. Las diferencias entre el Gobierno español y el canario complican alcanzar tal objetivo.
El desplazamiento y realojo en la Península de una parte de los recién llegados y la devolución de otra parte de los migrantes a su país de origen, una vez hayan sido documentados, sea conocida su situación personal y esté garantizada su seguridad en los países de origen, son dos medidas posibles. Sin embargo, la repatriación plantea serias dudas si el Gobierno de España, que parece considerarla factible a partir de final de mes, no es capaz de asegurar que la operación sea sin más un dispositivo de devoluciones en caliente. La lentitud en la tramitación de las peticiones de asilo –solo se aceptan el 16% de las solicitadas cada año– impide además que se pueda contribuir a regularizar la situación de parte de los migrantes.
Confiar en que cabe escalar el problema a Bruselas y aguardar una solución colectiva europea es exactamente lo contrario del realismo necesario. No solo Polonia y Hungría se oponen al reparto de cuotas y a otras fórmulas sensatas para que no sean únicamente los países del sur de la Unión Europea los que tengan que pechar con el problema, y en consecuencia no hay ninguna perspectiva de actuación unitaria a corto plazo por más que Ursula von der Leyen dijese en Lampedusa que «la migración necesita una respuesta europea». Por el contrario, mirarse en el espejo de los errores cometidos en el Mediterráneo oriental y central, y aún en el goteo de pateras que llegan al sur de España, permite sacar conclusiones provechosas sobre cómo se debe actuar para no causar más daño a quienes cruzan el mar para huir de las guerras, la represión y la pobreza.
El Ejecutivo que preside Pedro Sánchez parece no aclararse en esta crisis migratoria que no quiso ver que se avecinaba, pese a las advertencias de la comunidad autónoma a finales del verano. Por un lado, el Ministerio del Interior, que dirige Fernando García Marlaska, se empecina en una respuesta policial: más agentes, más aviones, más controles en el mar. Por otro, el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, al frente del que se encuentra José Luis Escrivá, decreta una suerte de estado de emergencia migratoria en las Islas para agilizar la ampliación de los centros de acogida y la financiación de otras medidas urgentes para atender a quienes llegan a las Islas en pateras y cayucos. Ninguna de las respuestas por sí sola basta.
El Gobierno de España sigue tardando en poner en marcha un mando único que proporcione una respuesta coordinada a un fenómeno que no puede seguir siendo atendido por siete departamentos distintos con otros tantos o más interlocutores a los que acudir para pedir las medidas que son necesarias ante una situación que no va a desaparecer con el tiempo y que, al contrario, irá a más: ampliación de la red de acogida de menores en Canarias y Península, protocolo de derivación de adultos y menores para no colapsar los centros isleños, cooperación internacional con los países de origen, refuerzo de los equipos de auxilio y salvamento, más vigilancias en las zonas desde la que parten las embarcaciones e implicación de la Unión Europea.
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