Opinión | EL RECORTE
Cangrejeando

Santa Cruz de Tenerife recuerda el 226 aniversario de la victoria sobre Horacio Nelson / Carsten W. Lauritsen
En el Parque García Sanabria de Santa Cruz vivieron, durante muchos años, un mandril pajillero, varias gacelas, una ardilla, patos e incluso un cisne negro y un pavo real. En la actualidad, en los barrancos de Gran Canaria prospera feliz la culebra real. Y en las cunetas de las carreteras de nuestras islas crece sin problemas el rabo de gato, que a pesar de su nombre no se me parece a ninguno de los rabos de un gato.
Si exceptuamos a Nelson, al que en un desgraciado accidente y sin querer le volamos un brazo, nuestras islas han recibido siempre con los brazos abiertos a personas, animales y vegetales de cualquier lugar del mundo. Canarias, como diría un cursi, es un crisol de razas, un lugar de paso y de encuentro, que se ha formado en el mestizaje.
La bonhomía natural del aborigen y el godo aclimatado se traduce incluso en cómo tratamos a los migrantes ilegales que arriban a nuestras playas. Un comportamiento humanitario que les provee de atención médica, alimentos y abrigo en los confortables sótanos de una comisaría de policía –para que se vayan acostumbrando– o en la moderna explanada de un moderno muelle como el de Arguineguín.
Siendo, por tanto, que somos estupendos, resulta intolerable el comportamiento xenófobo de Santa Cruz, cuyos gobernantes han anunciado el genocidio de la población de cangrejos que vive en los estanques del García Sanabria. Para acabar con los pobres crustáceos han decidido lanzar a las pozas una tribu de anguilas de hasta sesenta centímetros de longitud que se alimentan del Procambarus fallax virginalis, que es el bello nombre de esos cangrejos a los que se consideran una amenaza, porque son letales para las especies nativas.
Aquí lo más parecido a un río que tenemos son los barrancos, que están más secos que el bolsillo de un mileurista. Y a un cangrejo moro, de esos de risco, los virginalis no les llegarían ni al primer empaste de una pinza. Así que ¿a qué viene el asesinato de estos bichos? Peor son las ranas que pueblan por centenares esos mismos estanques y dan el coñazo de día y de noche con sus llamadas de apareamiento o lo que sea. Por no hablar de las malditas cotorras, loros y periquitos fugados de domicilios particulares, que campan a sus anchas por los árboles del parque, armando un jaleo que ni la orquesta sinfónica. Hasta la segunda población en importancia de la ciudad, las ratas, han abandonado las copas de las palmeras donde anidaban, acojonadas por el bullicio.
A los ejemplares de cotorras de Kramer que un día nos invadieron y que a efectos de la familia plumífera tienen la misma capacidad sonora de los diputados humanos, las capturaron para mantenerlas en cautividad, respetando su vida. A los cangrejos les quieren dar matarile. Pero no han caído en que las anguilas con arroz son un famoso plato. Y que la cesta de la compra está como está. Van a durar un telediario.
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