Opinión | El recorte

Problema y demagogia

Ultras del Marsella en las calles de la ciudad.

Ultras del Marsella en las calles de la ciudad. / EP

La actualidad nos exige que elijamos bando: rojos o azules, judíos o palestinos, rusos o ucranianos. La experiencia, en cambio, nos aconseja desconfiar de ellos. Ninguno suele tener toda la razón.

En estos días media Europa está haciendo sonar las alarmas ante nuevos atentados islamistas. Y rebrotan las advertencias sobre conflictos que emergen entre los extranjeros musulmanes con sus sociedades europeas de acogida. Las barriadas pobres que aglutinan a los cinco millones de migrantes africanos que viven en el país galo, las banlieues, se han convertido en territorio de cólera. Ciudades como Marsella son un polvorín social y el combustible con el que crece la ultraderecha. Lo mismo que en la muy civilizada Suecia, donde el Gobierno ha decidido echar mano del ejército para controlar a las pandillas que el año pasado protagonizaron casi cuatrocientos tiroteos con más de sesenta víctimas mortales.

Con la inmigración se manejan argumentos antagónicos y sin embargo igualmente demagógicos. Como todo lo que la política convierte en arma electoral. La izquierda apela a la fraternidad universal para defender la obligación moral de recibir a todos los que huyen de la miseria. La derecha se atribuye la defensa de la sociedad europea ante la invasión de una turba extranjera. Ambas posturas son insostenibles. Ni caben todos los que quieren venir ni se pueden poner puertas al campo. Pero qué coherencia cabe esperar de progresistas que defienden sociedades como las de Irán o Cuba donde se encarcela y se tortura a los disidentes o se mantiene a las mujeres en la casi esclavitud. O de unos conservadores que tragan sapos del tamaño de camiones con Arabia Saudí y defienden un comercio mundial sin fronteras para las mercancías, pero con alambradas para los seres humanos.

El gran problema es que no nos enfrentamos, como ocurrió a lo largo la historia pasada, a un flujo migratorio impulsado por razones económicas. La gente no busca una vida mejor, sino conservar la vida. La guerra ha convertido amplias zonas del mundo en un matadero del que las familias huyen despavoridas. Siria, Ucrania, Palestina y muchos países de la franja del Sahel, controlados por los verdugos del yihadismo, son fábricas de muerte de las que todos quieren huir. La peor vida en las democracias europeas es un paraíso en comparación con lo que se deja atrás.

Los mismos que protestan en Canarias por el elevado número de turistas defienden sin embargo la llegada de miles de migrantes. Su argumento es que no se quedan. O sea, que es un problema que le pasamos a otros. Pero la migración nos concierne a todos. Huir de la demagogia consiste determinar a cuántas personas podemos integrar en nuestras sociedades y darles asilo. A partir de ahí no cabe otra que rechazar la arribada masiva y el asentamiento de ciudadanos extranjeros. No hacerlo así sería un suicidio social. Pero es el camino que llevamos.

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