Opinión | Observatorio

La manía interpretativa

La manía interpretativa

La manía interpretativa / El Día

Hay un magnífico artículo de Gabriel García Márquez, La poesía al alcance de los niños, publicado en 1981, que harían muy bien en leerlo los profesores, y también los juristas y los políticos. Comenta el nobel colombiano algunas situaciones reales en las que algunos docentes preguntaban a sus alumnos cuestiones como, por ejemplo, qué significaba la i al revés en el título de una de las ediciones de Cien años de soledad, o cuál era el símbolo del gallo en El Coronel no tiene quien le escriba; y concluye, tras demostrar lo ineficaz de estos esfuerzos exegéticos, que esta manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate.

Es verdad que los ejemplos aducidos por García Márquez proceden de su propia prosa, en la que, por cierto, cabría la posibilidad de una interpretación más alejada de lo meramente descriptivo o referencial, por aquello de las muchas connotaciones que pueden ser inherentes a la naturaleza del mismo lenguaje poético, interpretaciones que, aunque desviadas, no tendrían mucha más trascendencia que el descontento del autor, como en este caso, o, a veces, la mala calificación que otorgaría el profesor al alumno que le había dado una interpretación que no coincidía con la que él consideraba verdadera. (¡En este juego de acertijos interpretativos se fundamentaba muchas veces el comentario de textos!). Sin embargo, hay situaciones en las que no debería existir esa múltiple posibilidad descodificadora, dada la enorme trascendencia de lo comunicado, como debe suceder con el lenguaje médico, por ejemplo, o en el jurídico-administrativo, situaciones comunicativas en las que los profesionales deberían ser conscientes de ciertas propiedades de las palabras (polisémicas, homónimas, parónimas…) para evitar equívocos o erradas interpretaciones que no provocarían el simple descontento del médico o del juez sino que causarían un daño, a veces irreparable, en el paciente o en el ciudadano que tiene que enfrentarse, por cualquier motivo, a las decisiones de un tribunal.

Un médico, por ejemplo, debería saber que hay palabras polisémicas (la mayoría), y que en contextos insuficientes la polisemia puede conducir al equívoco. Yo recomendaría, por ejemplo, que no utilizara el adjetivo lívido, cuyos sentidos «amoratado» e «intensamente pálido» pueden ser síntomas de dolencias muy distintas; o que no indicara que tal fármaco debe administrarse con una frecuencia bisemanal, pues este adjetivo puede significar «que se hace u ocurre dos veces por semana» y, además, «que se hace u ocurre cada dos semanas», y esta diferencia en la conformación temporal puede ser de suma importancia en la administración de un medicamento. Aprovecho para advertir de la frecuente confusión que se produce con otros adjetivos del mismo campo de significación: bimestral (cada dos meses) y bimensual (dos veces al mes), bienal (cada dos años) y bianual (dos veces al año). Con mucho tacto hay que proceder con el uso de muchas parejas de parónimos (palabras con un gran parecido formal): accesible («de fácil acceso o trato o de fácil comprensión o inteligible») y asequible («que puede conseguirse o alcanzarse»), espiar («observar disimuladamente a alguien o algo») y expiar («borrar las culpas»), homólogo («dicho de personas, que desempeñan funciones semejantes») y homónimo («dicho de personas o cosas, que llevan el mismo nombre»). Y así una larga lista de parónimos cuyas diferencias hay que tener bien claras para la correcta comprensión de un mensaje.

Hoy la manía interpretativa se ha trasladado al ámbito jurídico. Los jueces, más que impartir justicia, han de ejercer de hermeneutas que tratan de descifrar los confusos textos de las leyes, decretos y todo tipo de disposiciones para dictar sentencias igual de confusas, hasta el punto de que un mismo tribunal puede emitir resoluciones totalmente opuestas sobre una misma cuestión. Y, aunque ya se ha solicitado repetidamente a los legisladores la pulcra redacción de los textos jurídico-administrativos para que estén al alcance de la compresión de cualquier ciudadano, lo cierto es que parece muy difícil hacerles comprender esta justa demanda, pues cualquier mensaje que persiga una finalidad práctica, fáctica, descriptiva o como queramos denominarla debe ajustarse a tres sencillos principios, que no son otros que la concisión (mensaje breve y directo que vaya a la esencia de los conceptos que quiere expresar), la claridad (mensaje que no deje duda alguna acerca de su significado, evitando los términos ambiguos) y la sencillez (mensaje que huya de los términos afectados y ampulosos en favor de aquellos que definen con mayor precisión una idea). Mejor «Lo que pasa en la calle» que «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», como proponía Antonio Machado en Juan de Mairena.

En estos ámbitos de la jurisprudencia y la administración he observado frecuentes confusiones entre los parónimos infligir («causar un daño o imponer un castigo») e infringir («quebrantar leyes u órdenes»), derogar («anular o dejar sin validez una norma jurídica») y derrocar («hacer caer un gobierno o a una persona de su cargo»), entre prescribir y proscribir, prever y proveer, perjuicio y prejuicio y muchas parejas de términos más.

Muy frecuente es el cruce entre los adjetivos impune («que no es castigad») e inmune («libre o exento de gravámenes u obligaciones»), y los correspondientes sustantivos impunidad e inmunidad. Y el panorama del léxico jurídico y político se complica cuando además nos encontramos con voces con algún parecido semántico, además del formal, como son los casos, por ejemplo, de amnistía e indulto, que tantos ríos de tinta ha hecho correr en los últimos días. Es hora de que se definan claramente los conceptos, que no debe ser tan complicado; por lo pronto, para no acudir a engorrosos textos legales, sugiero consultar el Diccionario panhispánico del español jurídico, a través del portal de la Real Academia Española.

Confieso que no he podido entender la vigencia de conceptos como la inviolabilidad («no estar sujeta una persona a responsabilidad penal») y la inimputabilidad («estar eximida una persona de responsabilidad penal»). ¿Es que puede alguien ser inmune e impune por razón de un arbitrario criterio cronológico o por una accidental cuestión hereditaria? Me parecen muy bien todas las medidas que puedan contribuir a evitar la delincuencia y a favorecer la reinserción, pero siempre, claro, que quede garantizada la seguridad y no altere el normal modo de vida de los que con el reinsertado van a convivir. Entiendo, por supuesto, todo tipo de procedimientos de reeducación y solo entiendo la «inviolabilidad parlamentaria» de los diputados y senadores en relación con las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, pero no más allá.

Pero interpretar no es solo explicar el sentido de algo, y principalmente de un texto, sino, además, «traducir algo de una lengua a otra, sobre todo cuando se hace oralmente». En la interpretación no se realiza una traducción literal, pues hay que dar sentido a las palabras y las frases para que tengan el mismo significado en nuestro idioma, por lo que es necesario un profundo conocimiento cultural de la realidad social de la lengua de partida. Y no es tarea fácil, lo aseguro.

Recientemente estamos asistiendo al éxito de la interpretación (la traducción simultánea de una lengua a otra) en nuestro Parlamento, en donde se ha revelado el alto nivel de los intérpretes; excelente oportunidad para un buen número de graduados en interpretación y mejor ocasión para que empecemos a familiarizarnos con las otras lenguas españolas.

Problemas de interpretación que no se plantean con el uso de las distintas modalidades dialectales, pues ya los parlamentarios (diputados y senadores) animados e impulsados por la corriente defensora de respeto a la diversidad lingüística se expresan sin complejos, lo mismo que los castellanos, en andaluz o en canario.

Los parlamentarios canarios siempre han dejado una huella magnífica de nuestro dialecto, y han sido reconocidos, por lo general, como buenos oradores; por eso me sorprende que, a veces, caigan en el fácil recurso de reivindicar su canariedad utilizando muletillas del tipo «como decimos los canarios» o también «como se dice en las Islas».

A mi modo de ver, no creo que ayuden estas innecesarias aclaraciones para que se interprete adecuadamente lo que queremos decir en un buen español canario. La canariedad podemos exhibirla con orgullo, sin necesidad de traducir o interpretar nuestro dialecto a otra modalidad erróneamente considerada superior, sin necesidad de proclamar a los cuatro vientos que somos periferia lingüística, cultural y económica, y presentarnos ante los demás como diferentes y exóticos con nuestra hora menos y los casi dos mil kilómetros que nos separan de la metrópoli.

No creo, sinceramente, que por una manía interpretativa tengamos que llegar a eso.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents