Opinión | Risas y fiestas
Aida González Rossi
El miedo a crecer
Siempre le he tenido miedo a crecer. Supongo que es algo normal, humano, pero la verdad es que lo he acabado convirtiendo en uno de mis temas vitales. Leo libros sobre crecer, escribo poemas sobre crecer, se me engrifan los pelos con las canciones de Olivia Rodrigo que hablan sobre crecer, lloro con las películas en las que los personajes crecen poco a poco y recuerdo incluso haber soñado con volver a preescolar cuando estaba en los primeros cursos de primaria.
Esto también lo veo en muchas otras personas de mi generación. Juanpe Sánchez López habla en Desde las gradas (Letraversal, 2021) sobre los requerimientos de ir creciendo en un mundo que va exigiendo cada vez más adaptación por tu parte. En Hasta que nos duelan las costillas (Cicely, 2023), Javier Navarro Soto-Egea explica por qué salir de la adolescencia es tan duro y por qué nos vamos a sentir adolescentes durante toda la vida. Digan adiós a la muchacha (Premio Adonáis 2017) de Alba Flores Robla trata justamente sobre esa despedida de la niña que fuimos que tanto nos paraliza cuando aún somos esa niña y creemos que crecer va a significar dejar de existir.
Yo siempre lo he visto así: un vacío delante. Otra persona disponiéndose a habitar nuestra existencia, una necesidad muy fuerte de hacerlo todo ya porque nos queda poco tiempo y pronto caeremos en a) lugares que requieran de nosotras cosas que no sabemos hacer, b) lugares que nos obliguen a acallar cualquier voz adolescente que sigamos llevando dentro, c) los patrones adultos que durante tanto tiempo hemos odiado y contra los que hemos construido nuestra tan fuerte identidad. Crecer es la amenaza de verte convertida en quien crea las normas que tanto detestas, de descubrirte haciendo todo eso tan aburrido que no entiendes cómo a alguien puede no parecérselo. Como dice Bea, uno de los personajes del videojuego Night in the Woods (2017): «The scariest stuff is like really really boring». Las cosas que más asustan resultan ser cosas verdaderamente aburridas y cotidianas: la vida misma yendo por sus cauces normales.
Hace unos años, mi abuela me contó que a mi madre, cuando era pequeña, le asustaba mucho crecer. No quería. Lo que quería era pararse, quedarse donde estaba por siempre, cómoda y comiendo potaje cada día. Esa revelación de mi abuela me produjo, por supuesto, una crisis existencial como una casa: en parte, mi madre había crecido por mí, yo había sido el punto de inflexión de sus responsabilidades (después descubrí que las responsabilidades adultas no solo tienen que ver con la maternidad, pero para descubrirlo tuve que crecer yo al menos un poco). Le pedí a mi madre que me explicara su postura (cómo se había sentido cuando se había dado cuenta de que estaba creciendo, qué le quedaba de ello hoy en día, cómo había sido hacerse mayor) y su respuesta fue: «Luego te vas dando cuenta de que eres la misma a cualquier edad. Ser adulta es como ser una niña, pero siendo adulta». Eso hizo que todo cobrara sentido para mí.
¿Por qué? Porque, si tengo que ser adulta sí o sí, lo único que me apetece es ser una adulta que juega. Si no puedo combatir lo imposible de la materia y la vida, puedo inventar nuevas realidades en las que mi miedo no calce a la perfección. Puedo analizar qué me asusta exactamente de ir cumpliendo años y enfrentarme a ello paso a paso, pieza a pieza, asumiendo que jamás me libraré del problema total y a la vez comprendiendo que sí puedo hacer que mi paso a la vida adulta sea más amable, sostenible y mío. Ser una adulta que juega. Ser una adulta que se expresa y se ilusiona. Ser una adulta que ama. Ser una adulta que les da besos a los perros.
Parece una tontería, pero, ahora que las personas de mi edad (es decir, a las que he leído durante años escribiendo sobre lo horroroso de dejar la infancia y la adolescencia) estamos acercándonos a los treinta, nos veo resolviendo el dilema. Nos veo en vidas que no se asemejan a las que imaginábamos cuando nos proyectábamos hacia el futuro, y nos veo entendiendo que esos modelos de adultez a los que nos dirigíamos sin darnos cuenta en realidad estaban regidos por las exigencias de otras generaciones. Por sus posibilidades, incluso. Ser adultas es como ser niñas precisamente porque nunca vamos a ser las adultas que habríamos sido si fuéramos otra gente. Y ser más vulnerables, menos serias, más juguetonas, desaliñadas, informales, dadas a lo colectivo y petardas no me parece algo para nada malo. Me parece ir con una vida que nos ata menos. Que nos da más oportunidad de ser otras cosas. Cosas nuevas. Adultas juguetonas que tenían miedo de ser adultas constreñidas y menos libres porque no iban a serlo.
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