Desde el otoño de 2021 los palmeros, en distinto grado de intensidad y duelo, vivimos un drama que no permite la distancia ni la indiferencia. Mi familia y yo la sentimos como perjudicados veniales, tanto por las fincas que se quedaron sin agua desde entonces, como por una segunda residencia, a la que no podemos entrar pero que aún tiene el techo bajo el que cobijarnos, y el trabajo que no se ha interrumpido, cuando como notario voluntario documenté numerosas pérdidas de hogares de parientes y amigos.
Para colmo de desgracias, donde no llegó la lava aparecieron las emanaciones de CO2 y se ordenaron las evacuaciones de una playa y un núcleo costero que con las explotaciones plataneras y el turismo se había convertido en el motor económico de La Palma. Por sus rendimientos perdidos, era el renglón idóneo para escribir el futuro, pero nadie sabe, nadie se atreve a decir cuándo volverá por sus fueros.
Desde que tengo memoria y hasta hace dos años, pasé y paso temporadas estivales y vacaciones en la mejor playa de arena negra de la isla. Conocí paso a paso las mejoras, el ensanche y asfaltado de la carretera, la colonización de las laderas para el cultivo platanero, la sustitución de las casetas de los trabajadores agrícolas y los pescadores por casas de veraneantes, la transformación turística, la multiplicación del censo y el peso de Puerto Naos en la economía insular.
En la notaría temporal escuché las penas de familiares y amigos cuando, mediante actas de notoriedad, con testigos y edictos municipales, pudieron decir que tenían una propiedad bajo las montañas de lava caliente. Me angustiaba no poder ofrecer ni garantizar, porque no lo hacían ni los poderes públicos, que en un día, no muy lejano, todo sería como fue o, al menos, parecido.
Valoré los esfuerzos de las instituciones y las gestiones de sus responsables, pero comprobé que a lo máximo que llegaban las reparaciones no rozaba siquiera la realidad perdida, que la urgencia sólo permitía fórmulas temporales –contenedores adaptados, casas de madera, pisos urbanos para acoger a familias campesinas– y añoré la capacidad de ilusión que los románticos le asignaron a la política, porque sólo un buen sueño puede paliar los efectos de una pesadilla.
Entendí que las indemnizaciones –algunas ganadas en las notarías temporales– tenían que igualar o acercarse mucho a lo que tenían; que las nuevas casas tendrían que ofrecer condiciones similares a las desaparecidas en un santiamén; que era urgente y necesario consolar con bienes tangibles el dolor de las manos y los corazones vacíos.
En ese estado de ánimo recordé que, desde el principio de la erupción, un periodista amigo reclamó un seguro para un territorio de riesgo, como son las Canarias, y algunos pontífices tacharon la propuesta de locura. Reconstrucción es la palabra más oída, dos años después de la catástrofe, cuando el volcán sólo da noticias secundarias.
En ese término tendría que entrar, con urgencia y todas las consecuencias la elaboración de un marco legal justo y razonable, elaborado por los mejores juristas, negociado honestamente y con voluntad de consenso por todas las fuerzas políticas y también con un ejercicio didáctico franco para que la ciudadanía conozca sus derechos. Se trata, en suma, de ayudar en cuanto se pueda a los que ahora mismo sufren los efectos del volcán y para que las víctimas del futuro, porque habrá más erupciones, no pasen por las mismas penalidades.