Una joven compañera de oficio me comenta, un pizco desolada, que no entiende que tanta gente «vote al pasado». Con votar al pasado se refiere, sobre todo, a votar candidaturas de Vox, pero sospecho que también incluye implícitamente al Partido Popular. No creo que millones y millones de personas quieran volver al pasado –¿al franquismo, al primoriverismo, al canovismo?– pero lo que si anhelan es volver a su pasado. A un pasado embellecido, que es el que tenemos todos en la memoria, porque los únicos paraísos son los inventados. Y, sobre todo, los perdidos.
¿Cuáles son esos pasados? Son distintos, efectivamente, pero en su modesta idealización tienen algunas raíces en común. Es un pasado en el que unos padres, deslomándose a trabajar, podrían adquirir una vivienda de noventa o cien metros cuadrados donde vivir con sus dos, tres o cuatro hijos. La pagaban a tocateja si podían y ya era su hogar para siempre. Un pasado donde toda tu vida laboral la desarrollabas en dos o tres empresas como mucho y existía cierta estabilidad, ese mismo pasado en la que en la tienda o colmado del barrio, si no te alcanzaba para pagar, te decía el dependiente: «No se preocupe, mañana me trae esos treinta duros». Un pasado en el que las cosas tenían el mismo precio, salvo muy breves periodo inflacionistas, y de nuevo trabajando mañana y tarde, podían alquilar un apartamento de vacaciones en el sur durante un par de semanas de julio o de agosto, donde llegaban en el fotingo de su propiedad, otra señal confortable de haberse encaramado a las clases medias. Era un pasado donde imperaba –y se entendía como un valor– un concepto de autoridad que se articulaba en un conjunto de jerarquías, a veces férreas, otras flexibles. Los hijos respetaban a los padres y a los maestros. A la escuela se iba a aprender, a adquirir normas de comportamiento, a formarse para mejorar en la vida. Los chicos y chicas estudiaban, en efecto, y se convertían en profesoras, o en médicos, o en funcionarios del ayuntamiento. Había trabajo pero, sobre todo, la convicción extendida es que funcionaba –mal que bien– un ascensor social accesible para la mayoría. Los servicios públicos no eran inmejorables, pero parecían bastar, y después se incrementaron, pero en algún momento ocurrió algo y se jodieron para siempre. En ese pasado que recuerdan a medías y a medias inventan se sentían seguros y respetados en su ambiente, al contrario que hoy, cuando no les respeta nadie y sus sensibilidades se le antojan ridículas a los prescriptores ideológicos. La política era antes –cuando parecía amanecer la democracia– el anuncio de mejoras y una aspiración de participación y justicia y ahora se ha reducido a un muladar de corrupción y mentiras donde hoza una hedionda, insaciable partidocracia. Su estupefacción cada vez más incómoda por las demandas identitarias –en lo sexual, en lo territorial, en lo cultural– es rechazada y ridiculizaba como una forma de paletismo reaccionario y grotesco. Muchos nostálgicos están dispuesto a admitir otras formas de familia, pero no a tolerar que la familia tradicional sea una mierda, un monigote apergaminado, ni a escuchar que quienes la tienen como modelo de convivencia no son más que unos tarados irremediables. ¿En esto un comportamiento conservador? Por supuesto. Ya decía Roger Scruton que el conservadurismo «es la filosofía del vínculo afectivo… Estamos apegados sentimentalmente a las cosas que amamos y queremos proteger contra la descomposición». Porque ese es el olor que desprende ese supuesto pasado supuestamente abandonado: el de la descomposición de un código vital sin el cual se abre un abismo de inseguridad material, cultural, simbólica.
Ese pasado no existió exactamente así. Es un imaginario que selecciona, hermosea y exalta una felicidad esperanzada y cotidiana, pacífica y recoleta, olvidando las quiebras, abusos y contradicciones que albergaba. Pero es un sentimiento común potente y galvanizador. No entenderlo es no entender nada de lo que está ocurriendo dentro y fuera de España.