Opinión | ARENAS MOVEDIZAS

Jorge Fauró

La valquiria rusa

La valquiria rusa

La valquiria rusa

La última novela de Javier Marías, la más que espléndida Tomás Nevinson (2021), plantea la moralidad del asesinato. ¿Es lícito desde el punto de vista de la ética y la justicia mandar al otro barrio a alguien del que existe la confirmación de que ha cometido hechos horribles o revela intenciones irrefutables de que tarde o temprano los llevará a cabo? ¿Está legitimado un Estado para decidir, sin que ningún orden constitucional así lo resuelva, sobre la vida de un asesino en serie o de un terrorista con decenas de delitos de sangre a sus espaldas?

Ambas preguntas, que la mayoría resolveríamos con un no rotundo, se complican si estrechamos el círculo alrededor de un genocida, de un tirano, de un dictador sanguinario capaz de alentar, autorizar y ejecutar matanzas indiscriminadas, pongamos una suerte de holocausto destinado a diezmar a una población por el hecho de haber nacido o residir en un determinado ámbito geográfico, o por razones de origen étnico o religioso. El descubrimiento de varios drones sobrevolando el Kremlin invita a pensar que o bien Rusia trata de aparentar que agentes externos sopesan la posibilidad de acabar con Vladimir Putin, o que las acusaciones rusas de que tras el incidente se hallan EEUU o el ejército que comanda Zelenski, corroboran que alguien (tan difuso y tan etéreo ese alguien) está lanzando el aviso.

La moralidad del asesinato a cuya reflexión invitaba Javier Marías plantea un doble debate. Como demócratas no podemos aceptar que ningún ciudadano pague con su vida la comisión de unos hechos que han causado un valor insondable. Sin embargo, estamos seguros, como en el caso de Putin y de tantos otros gobernantes del mismo pelaje, de que su permanencia en el poder va a seguir causando un dolor irreparable, la muerte de hombres, mujeres y niños inocentes, en absoluto responsables de un conflicto entre Estados, ajenos a las ansias de expansión de un autócrata que está dispuesto a acabar con miles de vidas con tal de lograr la hegemonía sobre un territorio y el sometimiento de una nación soberana.

Es revelador que el asunto de los drones que sobrevolaron la Plaza Roja no haya propiciado mayor murmullo internacional, más allá de las acusaciones de unos contra otros, como si lo aconsejable fuera no agitar el avispero. Nada es desdeñable cuando se trata de los peligros que representa un jefe de Estado del perfil de Putin, del que no solo sabemos que inició el conflicto de Ucrania, sino que también estamos convencidos de que no va a arredrarse en su campaña contra la población del país invadido, lo que incluye bombardeos sobre grandes ciudades, violaciones en masa, destrucción, éxodo de refugiados y el terror insoportable que debe de producir la proximidad de los soldados invasores.

Siempre con posterioridad a la comisión de la barbarie, la Historia acostumbra a lamentar que no culminaran con éxito las tentativas de magnicidio contra un genocida. Marías lo expone con magisterio a partir de los intentos –algunos ficcionados y otros basados en hechos reales– de acabar con la vida de Adolf Hitler (hasta en 42 ocasiones trataron de matarlo sin éxito). Se cuenta la frustración de Friedrich Reck-Malleczewen, autor del Diario de un desesperado, que pudo asesinar al tirano en 1932 en la Osteria Bavaria. No lo hizo y acabó en Dachau. Más cerca anduvo Johann George Essler el 8 de noviembre de 1939. Preparó con minuciosidad la explosión de un artefacto en la Bürgerbräukeller de Münich a la hora en que Hitler debía intervenir ante miembros del partido, pero adelantó 13 minutos su discurso y la bomba estalló más tarde. Murieron siete personas, ninguna de ellas de nombre Adolf Hitler. Más cerca anduvo el coronel Claus von Stauffenberg en la operación Valquiria de julio de 1944. El cambio a última hora de la disposición de los maletines bomba que debían matar al Führer en la Guarida del Lobo permitió que saliera con vida de la intentona. No deja de ser paradójico que el grupo de mercenarios más temido de Rusia lleve el nombre de Wagner.

¿Sería moralmente justificable atentar contra la vida de Putin para tratar de parar la barbarie de Ucrania o los posibles conflictos que se deriven de ésta? «Se ve que matar no es tan extremo ni tan difícil e injusto si se sabe a quién», sentencia el narrador de Tomás Nevinson, una frase de novela que pertenece al mundo de la ficción y emana de la imaginación de un escritor. Pero geopolítica y literatura no van siempre de la mano.

@jorgefauro

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