Opinión | A babor

Voto obligatorio y elección por sorteo

Una persona inserta una papeleta en la urna de votación

Una persona inserta una papeleta en la urna de votación / Agencias

En Canarias podrán votar estas próximas elecciones 1.772.423 personas. De todos esos votantes potenciales, sólo se tomarán la molestia de acudir a votar poco más de la mitad. El resto no lo hará, ya sea por desconfianza o hartazgo de la política, porque tiene cosas mejores en las que ocupar su tiempo o –sencillamente, y este es uno de los grandes tabús de la política española– porque no le interesa lo más mínimo la participación democrática. Ese desinterés –que existe y afecta a millones de electores– se modula en función de otros factores: el más relevante es la importancia que se concede a cada proceso electoral: en las elecciones europeas –cuando se celebran sin adosarlas a unas legislativas o locales– vota menos gente que en cualquier otra. Bruselas y Estrasburgo quedan lejos de nuestras preocupaciones, y mucha gente pasa olímpicamente de acudir a las urnas. La mayor movilización electoral en las elecciones generales es consecuencia de una percepción muy tradicional de dónde radica el verdadero poder, y también de lo que los sociólogos denominan movilización negativa, esa capacidad tan ilógica y tan humana de actuar más intensamente para combatir lo que detestamos que para defender lo que queremos. A votar a favor de los candidatos que presentan los partidos solo acuden los militantes. Para la mayoría, lo que realmente mueve la participación es evitar que gane el que no nos gusta. Los partidos lo saben, y desarrollan sus campañas no para explicar sus proyectos o defender sus posiciones, sino para radicalizar a la gente, polarizarla y señalar los gravísimos daños que acarreará la victoria de un oponente.

Ese mecanismo de polarización retrae a la gente menos politizada. Los ciudadanos con menos motivación ideológica participan menos y el proceso se radicaliza aún más, se retroalimenta por la gente más posicionada en los extremos: la participación democrática retrocede, y los procesos electorales se dirimen por diferencias mínimas en una sociedad artificialmente crispada. Es algo que ocurre hoy en la mayoría de las democracias, aquejadas de populismo rampante, violentadas por mecanismos clientelares, por promesas electorales de recompensas ficticias e incumplibles –Sánchez ha anunciado en esta campaña medidas electorales que comprometen hasta 13.000 millones de euros del presupuesto– y con una participación a la baja. Y en Canarias aún más baja, porque aquí siempre estamos a la cola de todo: nuestra abstención es de las más altas del país, sólo por detrás de Ceuta y Melilla y emparejada con Baleares. Hay quien considera la reducción de la participación un síntoma de agotamiento de la democracia. Probablemente lo es, otro más. El desapego crece, y los formatos que conocemos no funcionan.

En las democracias –varias de ellas europeas– donde el voto es obligatorio, la ciudadanía percibe una mayor legitimidad del sistema, derivada de una mayor participación. Pero considerar el voto un deber, además de un derecho, no es suficiente para resolver el problema de la desafección. También sería necesario establecer mecanismos opcionales de incorporación a la política al margen de los partidos. Por ejemplo, por sorteo de un porcentaje de los cargos públicos. Parece una broma, pero es un debate que hace años se produce en algunas de las democracias más avanzadas del planeta –Finlandia, Dinamarca, Canadá, por citar sólo algunos pocos ejemplos– y que ha llevado a experimentar procesos parciales inspirados en el sistema de elección directa por sorteo, tradicional de la democracia ateniense. El desapego de la política es hoy fruto de la petrificación institucional de los partidos, reducidos a maquinarias cesaristas que funcionan como oficinas de empleo para sus bases y dirigentes. La elección parcial por sorteo provoca la entrada de ideas frescas en el circuito de toma de decisiones del poder.

Algunos lo verán como un despropósito, pero yo lo veo como un debate muy interesante, que ha dado ya lugar a mejores gobiernos en barrios, pueblos y ciudades donde se ha probado. Pretende mejorar la democracia, no abolirla, no suplanta el voto de los ciudadanos, que siguen eligiendo a la mayoría de sus representantes, sólo activa un mecanismo para oxigenar la asfixiante disciplina partidaria. De momento sólo se ha testado en gobiernos municipales. Y es cierto que resulta chocante: muchísima gente cree que ser concejal es una responsabilidad muy seria para que sea resultado de una elección aleatoria. Yo no estoy tan seguro de eso: no creo más difícil aplicar el sentido común en materia de solidaridad, tráfico, políticas de abastecimiento o parques y jardines, que decidir –como hacemos en los jurados– sobre la libertad de nuestros conciudadanos.

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