Opinión | Venga, circule

Meryem El Mehdati

Gladiator

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Lo que más me gusta de las entrevistas en los periódicos son los titulares que se escogen tanto en papel como en su versión digital. Suelo compararlos, de hecho. Leí hace un momento a Imanol Ibarrondo afirmar que hace 2.000 años no había ni psicólogos ni psiquiatras ni pastillas, solo filosofía. Era pues la filosofía la que daba recursos para pensar bien, interpretar con sabiduría y mantener la serenidad en busca de una vida feliz. Me hizo gracia porque bromeo muy a menudo con que uno de mis mayores miedos es salir sonriendo en una entrevista con alguna frase epatante de titular como esta frase que cito aquí. Quedar congelada para siempre en la memoria de alguna desconocida por algo dicho de pasada, como «Pues en Italia de fascismo saben bastante, casi que se lo inventaron ellos» o algo así. Recibimos mensajes contradictorios cada día, todos los días. Ir a terapia es normal, está bien, no se avergüencen si necesitan pedir ayuda. Ir a terapia es para blandos, superen sus traumas, tienen una edad ya para haberse endurecido. Comentaba hace poco Iñigo Errejón que él había abierto la cruzada de la salud mental. Bueno. A la gente le gusta ponerse pines muy raros en la chamarra. Imanol Ibarrondo fue futbolista. Ahora es coach. No ahondaré en mi opinión sobre los coaches, esta semana no quiero ofender a nadie. Lo que sí no puedo dejar pasar es la oportunidad de señalar algo, que es que hace 2.000 años uno de los entretenimientos favoritos de esas personas que usaban la filosofía como medicina para todo era capturar a otros seres humanos y lanzarlos a matarse entre ellos o a ser devorados por leones en un anfiteatro muy bonito llamado El Coliseo de Roma. Quizá les suene. Al amigo Ibarrondo parece que no.

Perdí mi teléfono móvil hace unos días. No me frustré por el objeto en sí porque tenía más de tres años y comenzaba a fallar. Tampoco por los archivos, en su momento lo configuré para tener siempre una copia de todo automáticamente guardada en la nube. Me dio coraje por el número de teléfono que tenía. Empezaba por 7, me hacía gracia. Le cogí mucho cariño. Sucedía de vez en cuando que mi interlocutor o interlocutora me corregía al dárselo. «¿Querrás decir 6, no?». No, quería decir y dije 7. Si no hubiese estado acostumbrada a este tipo de luz de gas que llevo experimentando desde la primera vez que le dije mi nombre a alguien en voz alta es probable que me hubiese fagocitado antes. Luego vino lo pesado de llamar a mi compañía teléfono, cambiar todas mis claves, lamentarme porque pospuse durante años copiar todos los números de teléfono de mi agenda en una libreta. Nunca lo hice. El duelo tiene cinco fases, pasé de la negación a la ira en medio minuto y de la ira a la aceptación en cinco. Ya no existen conversaciones de Whatsapp que volver a repasar porque no he sido capaz de recuperarlas y en la agenda solo tengo 10 números. Cuatro de ellos son de mi familia directa. No volveré a hablar nunca con más de la mitad de mis antiguos contactos, no por nada sino porque no existe forma alguna de que podamos hacerlo, hace décadas que no memorizo el contacto de nadie. En ese momento de pesadumbre infinita al meter la mano en el bolso y no dar con el objeto que más me ha acompañado estos últimos años, me di cuenta de que aquello que acababa de pasarme era una especie de bendición. Hace poco más de un año varias personas tomaron de forma unilateral la decisión de darle mi número a cualquiera que se lo pidiese. Me vi de repente recibiendo llamadas de gente que no conocía de nada en horario laboral, también durante el fin de semana, y aunque quiero pensar que la intención siempre era buena lo cierto es que estaba cansada, quemada, agobiada, harta, incluso enfadada.

De un tiempo para acá tengo la impresión de que las redes sociales han cambiado algunas reglas que nos venían muy bien antes, como el respeto por los tiempos y el espacio de los demás. Si vemos los vídeos y las fotos de desconocidos en un loop que nunca termina, si tenemos acceso a sus pensamientos más íntimos en forma de tuits enviados estilo metralleta uno tras otro, ¿acaso no podemos agarrarnos a sus codos y tirarles del brazo por la calle? Porque así se siente que te llamen desconocidos día sí y día también sin ningún tipo de consideración. No sé qué habrían recomendado Aristóteles o Kant para esto, quizá muchas de sus teorías habrían cambiado. Lo que yo he hecho ha sido comenzar a salir a correr. 

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