Opinión | A babor

Cuña de Drago

Primer debate entre los candidatos a presidir el Gobierno de Canarias

Primer debate entre los candidatos a presidir el Gobierno de Canarias / Ángel Medina G.

Fue la tele la que convirtió los debates electorales de campaña electoral en un clásico de la política democrática. Ocurrió con el primer debate televisado Nixon-Kennedy, en la campaña de 1960, frente a las cámaras de la CBS, en un directo seguido por más de 66 millones de televidentes. Ganó el demócrata Kennedy, que partía como perdedor en las encuestas frente a Nixon, gracias a su telegenia y control del discurso, frente a un republicano que no paraba de sudar y se encasquilló en algún momento. Kennedy había elegido con cuidado su ropa, iba vestido de negro oscuro, reforzando la nitidez de su presencia, mientras Nixon, con un traje gris, quedaba más desbibujado en la tele monocroma de entonces. Siguiendo un prejuicio masculino, Nixon se negó a ser maquillado, mientras Kennedy se dejaba hacer, luciendo además un envidiable moreno. Todo el mundo que lo siguió entonces –gente que ronda o supera hoy los ochenta– recuerda el debate, aunque nadie recuerde lo que se dijo en él. Lo más curioso es que quienes lo siguieron por la tele dijeron que Kennedy estuvo mucho mejor, mientras que los que lo escucharon por radio creían que fue Nixon quien ganó.

Hoy la tele ha impuesto su fuerza, e incluso cuando un debate es organizado por una radio –como el que marcó ayer el inicio de la campaña, organizado por la Ser y el digital Tiempo de Canarias– fue televisado en directo en redes. La coreografía, con dos largas mesas con siete presidenciables –¡siete!– resultó chocante. Entre el cumplimiento de la normativa electoral y la voluntad de albergar todas las voces, los debates presidenciales se han convertido en un pandemónium, una cacofonía de difícil comprensión, cuando no en una suerte de aburrida sucesión de recitados en los que se intenta esquivar cualquier error.

Un viejo dicho de la profesión asegura que los debates no ganan elecciones, pero sí pueden hacer que se pierdan. Por eso casi todo el mundo acude a ellos con voluntad de no salirse del guion marcado por tiralevitas, nigromantes y asesores a sueldo. Un debate a dos, quizá incluso a tres, en el que hubieran participado los tres candidatos con más opciones habría permitido a los electores tener una idea más aproximada de lo que cada uno quiere para las islas. Pero ni siquiera en los medios privados se logra imponer ese duelo de primeros espadas. El candidato que ya ejerce la presidencia y espera revalidarla sabe que sale con ventaja si son muchos, porque eso dificulta que cualquier otro destaque. Por eso llevamos años soportando este juego de letanías redactadas por otros y aprendidas de memoria, que aclara bien poco.

El presidente Torres, en el centro entre los siete con sus dos socios a la izquierda, lo tenía muy fácil para presentarse como el hombre moderado, tranquilo y paternal que le han construido como personaje. Bien protegido por la izquierda, se había preparado el catálogo de endosos a sus reales adversarios, Clavijo y Domínguez, al uno dándolo por amortizado por la herencia, y al otro por compañero de viaje de la derecha fascistona. Hombre poco versado en el control de los datos o en el manejo de las ideas –nunca le han interesado demasiado, él vende su proximidad afable– dejó a Noemí jugar el rol de estridente endemoniada, y a Román hacer de mago de las grandes cifras y proyectos, y se dedicó –cual profe ungido por su docta suficiencia– a ningunear la capacidad y preparación de los dos adversarios que juntos pueden disputarle el trono. Cuando Torres se faja, se transforma en alguien muy diferente de lo que pretende ser, y aunque se recompone y duerme a la fiera, aturde esa furia homicida que a veces le retrata mejor que las imposturas y afeites con la que le adornan sus alquimistas del relato.

Con lo que no contaba Torres, lo que no tenía el hombre preparado, era tener un flanco no domesticado y abierto por su zurda. Lo supongo convencido de que Noemí dispararía con él a la derecha, y no se preparó para la salva de durísimos reproches que le hizo sin tregua Alberto Rodríguez. A veces, el daño surge de donde no te lo esperas, y cuando Torres se dio cuenta, el viaje estaba hecho y ya era tarde. Perdió los nervios con la dureza critica inesperadamente soportada desde su izquierda y le pasó como a Nixon: no supo mantenerse en su personaje y su discurso.

Al acabar, tras dos horas de fuego cruzado, la tele lo presentó serio y tocado, sorprendido, anonadado. Esperaba patrimonializar su legislatura de progreso, y el rasta –cuña de la misma madera– no le dejó. Por suerte para él y el resto de florales, el de Drago no participa en el próximo debate, el de la tele pública. Lo han vetado.

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