Opinión | Gentes y asuntos

Las cruces de mayo

Una cruz enramada en Los Realejos

Una cruz enramada en Los Realejos / El Día

Veterano de la costosa guerra de Granada, capitán en la toma de Gran Canaria y Adelantado de las islas insumisas, el andaluz Alonso Fernández de Lugo arribó a Benahoare el 29 de septiembre de 1492, trece días antes del arribo de la flota colombinas a Guanahaní; encomendó la isla al patronazgo del Arcángel San Miguel y, 216 días después, sometida la resistencia aurita fundó la capital, en la banda y bahía del oriente, bajo el título de la Santa Cruz de La Palma, el 3 de mayo de 1493. Tres años después repitió igual proceso, invasión y lucha cruenta contra los guanches con distintas alternativas y protocolo final y nominación de «la más extensa, rica en recursos y poblada Tenerife», hito final de la Conquista de Canarias.

Madre del emperador Constantino, la ferviente Helena, luego elevada a los altares, viajó en el año 326 a Israel y señaló junto a los emblemáticos lugares –el pretorio, el Gólgota y el Sepulcro, entre otros– insignes reliquias vinculadas a la vida, pasión y muerte de Jesús; entre otros tesoros de fe, regresó con el Pesebre del Nacimiento y la Vera Cruz de la muerte. Cuatro siglos después, el emperador Heraclio rescató el precioso madero, que habían robado los persas, y lo quiso cargar «del mismo modo que el Salvador del Mundo»; no pudo siquiera moverlo hasta que el obispo de turno le aconsejó que se despojara de las pompas reales y se vistiera con harapos; así lo hizo y, admirado del prodigio, proclamó la Exaltación de la Cruz como gran fiesta en todos sus dominios.

La Cruz se extendió como topónimo por toda la región y, con mayor o menor lujo y originalidad, supone un paréntesis piadoso y festivo, con especial incidencia en las capitales tinerfeña y palmera, el primer municipio turístico de Canarias y pagos y barrios del archipiélago. A estas horas cualquier lector tendrá en su inmediata cercanía una cruz engalanada y un acto sencillo o solemne que nos recuerde el significado del 3 de mayo.

Vuelvo mentalmente a La Palma, tras la llamada de unos amigos del Barrio de La Encarnación –que tienen el lujo de la primera iglesia capitalina– y me cuentan en las vísperas la imparable proliferación de los mayos, muñecos de tamaño natural que, en singular o en grupos, evocan con humor, ternura y hasta sarcasmo las situaciones de la vida cotidiana. Lejos de languidecer, la curiosa sátira se ha extendido a la totalidad de los barrios al tiempo ha mejorado, en alcance y medios, el ornato de los símbolos que nombran la capital.

A este componente popular, se une una solemne función religiosa con la asistencia del ayuntamiento pleno y la salida del Pendón de la Ciudad que escolta una cruz de plata barroca, pieza cimera dentro del amplio y suntuoso ajuar de orfebrería que guarda la Parroquia Matriz del Salvador del Mundo. En un pasado inolvidable y no muy lejano, los actos litúrgicos y cívicos se complementaron con festivales folclóricos y verbenas en las plazas y paseos por la Calle Real, la Avenida y la Alameda.

Punto y aparte merece el próspero y activo municipio de Breña Alta que, en su villa capital, en sus pagos históricos y sus barrios modernos, ofrece pruebas de piedad y arte cuya categoría y fama trascienden sus fronteras. En sus treinta kilómetros cuadrados, y en sus nueve núcleos de población de cumbre y medianía, dispone cada año una treintena de cruceros con ideas originales, ingeniosos adornos y complementos valiosos que no tienen posible parangón dentro ni fuera de Canarias. Es una actuación colectiva que ocupa al común de los vecinos y empieza por la limpieza y aderezo de los lugares donde están enclavados los cruceros. Los paisanos con acreditadas habilidades y gustos estéticos diseñan proyectos ajenos a todos los personalismos porque absolutamente todos y todas comparten, sin jerarquías ni personalismos, las labores más finas, reveladoras de la secular tradición artesana del pueblo, y las más modestas y necesarias, limpiar el lugar, traer las ramas de monte para el ornato cuidar e informar a los espectadores de su cruz, su motivo de legítimo orgullo.

En ese sentimiento común radica el valor y la singularidad de unas tareas generosas y originales que evolucionan con los gustos y los signos de los tiempos pero que mantienen su espíritu original, conformado por la religiosidad y el amor al terruño, por la exigencia en la oferta estética y la hospitalidad y la satisfacción con la que la muestran. Todo se hace por motivos nobles y la sorpresa, la admiración, el comentario elogioso constituyen el mejor pago, el reconocimiento de un mérito común que, lejos de languidecer, crece y mejora con el tiempo.

La singularidad del fervor popular tiene reflejo en el adorno específico de las distintas cruces con las joyas particulares de los fieles –anillos, pendientes, pulseras, collares, broches– que, en el florido mayo, muestran prendidas de la seda blanca que forra las cruces y con una disposición artística que sorprende a las multitudes que a pie recorren la ruta de las cruces y se sorprende con tan original propuesta.

En 2022 se cumplieron cuatro siglos de un hecho singular, estudiado por las autoridades eclesiásticas y con plena constancia documental, que fue la aparición de unos cruces negras en el tronco blanquecino de un laurel. Fue tal la impresión que el leño con las curiosas figuras de perfecta traza se guardó en la parroquia de San Pedro y llegó a tener capilla propia. Promovido por el ayuntamiento que preside Jonathan de Felipe y realizado por Tomaso Hernández, un monumento recuerda la efeméride que vincula a los breñuscos con el emblema máximo del cristianismo al que celebran original y generosamente.

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