Opinión | LA VIDA PERIODÍSTICA Y LA VIDA

Curar mirando

Diez señales que hacemos con las manos al conducir y su significado

Diez señales que hacemos con las manos al conducir y su significado

De las vidas que he vivido, como de las que he escuchado contar, destaco aquellas que tienen que ver con la medicina, con los médicos que ha habido en casa y con las de los médicos que he conocido fuera del ámbito doméstico. Y de ellos, de todos ellos, me he fijado siempre en sus manos: limpias, recién lavadas, las uñas recortadas minuciosamente, prestas para intervenir en la piel de aquellos que los han llamado para ser cuidados.

Una canción que escuché casi en mi adolescencia, cantada por Raimon, antes de que conociera a Raimon, decía que del hombre siempre miraba las manos, y eso he hecho yo mismo durante toda mi vida, como si las manos fueran el espejo del alma. Y es cierto: hay manos, como cantaba el propio Raimon, manos limpias y también había manos brutas, manos sucias de los que mandan matar, y de estas he visto también.

Conocí a Papillon, que era un bandido, y en la cárcel de Santa Cruz de Tenerife, en la Avenida de Benito Pérez Armas, también conocí a otro bandido al que entrevisté en su celda. A este, que era de Cebreros, Ávila, el mismo pueblo en el que nació Adolfo Suárez, lo llamaban el Papillón español. En una época los periódicos, el diario Pueblo especialmente, publicaban muchas entrevistas con bandidos, y yo las leía e incluso luego las hacía, como esas dos, como si los bandidos no fueran tales sino porque se creía en los medios que sus vidas de malos podrían ser aleccionadoras. No lo eran, eran bandidos, gente que se burlaba de aquellos a los que extorsionaron o dañaron.

Otra cosa han sido las manos, limpias, recién limpias, de los médicos. A casa venían con frecuencia, siendo una casa modesta, de pobres, porque yo era enfermo crónico, un asmático que no parecía tener remedio, y en casa había teléfono, el único teléfono del barrio. Así que cuando mi madre se asustaba con mis ataques, que me dejaban sin respirar, llamaba a los médicos que ella conocía. Estaban en el Puerto de la Cruz, y eran tres o cuatro, no eran tantos, a los que ella también llamaba para otras personas que tuvieran necesidad de cuidados médicos. Recuerdo a tres de ellos, que eran don Julio Espinosa, don Luis Espinosa y don Celestino Cobiella.

De ellos, en efecto, recuerdo sobre todo las manos. Don Julio era alto y callado, venía, se interesaba por lo que le había pasado al chico, que así me decía, me recetaba, y se iba portando su maletín de consulta, que debía pesar muy poco. Don Luis venía poco, como si su ciencia no fuera exactamente la medicina variada, porque recuerdo que luego sería médico de mi madre, en seguida que ella empezó a enfermar, y ella tenía males más serios que el asma que yo padecía, y padezco.

Así que a don Luis lo transité más en su consulta, acompañando a mi madre, que también lo trataba con mucha reverencia, como hacía con todos los médicos. Yo también, yo siempre he sido muy reverente con los médicos.

Y luego estaba el rey de aquellos médicos, don Celestino Cobiella, que tenía varias peculiaridades que a mí me llenaban de curiosidad y de admiración. Venía enseguida que era llamado, teniendo además tanto trabajo. Se sentaba con los brazos abiertos sobre un sillón grande que tenía mi madre en su cuarto, bajo la ventana que daba a la calle, y jamás hablaba conmigo, que era el sujeto de sus cuidados.

Él le preguntaba a mi madre por los síntomas del muchacho, pues para él yo era el muchacho, y luego le preguntaba por las cosas de la casa, por las andanzas de mi padre, por la huerta o las vacas o las gallinas que mi madre cuidaba, o por cualquiera de las ocurrencias que aquel aragonés tan simpático tuviera que contar de sus propios enfermos de otros males. A veces le hablaba a mi madre de cosas que ocurrían en la plaza del pueblo, la Plaza del Charco, o de sus proyectos, que entonces eran fantasías, hasta que él y sus hijos fueron poniendo en marcha lo que él había imaginado: clínicas que terminaron siendo muy importantes y que lo sobrevivieron. De sus hijos conocí, sobre todo, cuando ya la vida se fue haciendo adulta para mí, a Pedro Luis y a Rafael. Pedro Luis ha sido siempre el que heredó no sólo las manos de médico de su padre (cosa que ocurrió también con Rafa) sino la propia pasión por poner en marcha clínicas en Tenerife y en otros lugares del mundo, que son muy apreciadas y conocidas.

De esos hermanos numerosos que son los Cobiella tuve relación muy cercana, muy amistosa e inolvidable, con Rafael, Rafa Cobiella, que me auxiliaba por teléfono cuando yo no iba a clase, por mi enfermedad, y él me explicaba lo que hubieran explicado los profesores.

Así que el padre, en la infancia, le ayudaba a mi madre a cuidar al chico, y Rafa ayudaba al adolescente a no perderse del todo las enseñanzas que daban los agustinos, que eran los que nos atendían en el hermoso espacio de Ventoso, que ahora espera destino en el Puerto.

Aquellos médicos, don Julio, don Celestino, fueron muriendo, y ahora ha muerto don Luis, muy recientemente. Me dio la noticia en un bar de Madrid, al día siguiente de que se produjera, Isidoro Sánchez, ingeniero de Montes, un benefactor del Valle de La Orotava y de todas las islas. Excursionista, investigador, una de esas personas buenas que generan bondad allá por donde pasa. Con un nudo en la garganta que enseguida me traspasó me dio la noticia de que don Luis, que ya tenía 91 años, y aún seguía paseando por la ciudad que quiso, había muerto. Le vi a Isidoro en los ojos la cercanía imperiosa de las lágrimas, y nos dimos un abrazo que comprendía muchos de los sentimientos que inspiraba para todos nosotros aquel hombre inteligente, cuyo buen humor, y su seriedad de doctor, y sus manos limpias de curar, nos impactaron cuando fue nuestro profesor de ciencias en el Colegio de Segunda Enseñanza, que estaba cerca de los Agustinos pero que era laico como la ciencia que allí se impartía. Benefactor de todos nosotros, aquel médico de todas las disciplinas fue además un hombre comprometido con el pueblo y con la sociedad civil que lo ha llorado como este mediodía de Madrid lo lloraba Isidoro Sánchez dándome la mala noticia.

Cuando supe de la muerte de don Luis llamé a su sobrina Margarita Rodríguez Espinosa, que también ha sido, y es, una benefactora de la ciudad. Lo hice como si estuviera de pronto despidiéndome de una época, la de mi relación con esos seres de manos limpias que nos regalaron afecto y cura.

Jamás olvido esas manos, las de todos ellos, las de todos los médicos que, hasta ahora, han hecho más esperanzada la vida porque sus manos, las de ellos, las de los que ahora nos curan o nos cuidan. Son el primer saludo con el que reciben la noticia de nuestros dolores, y son la mayor esperanza que tengo de sobrevivir a los peores momentos de la vida, esa que junta la esperanza con la necesidad imperiosa de la ayuda ajena.

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