Opinión
El arte de ausentarse
Ausentarse es un arte. Hay artistas de la no presencia. Hacerte notar por estar presente es fácil: solo tienes que manchar a alguien, hablar de filatelia o dar un berrido o soltar una impertinencia. Pero hablamos del arte de la no estridencia, la educación, las buenas formas en la distancia, en la ausencia. Hablamos de que alguien diga de ti, «hay que ver lo bien que no viene este tío», «hay que ver qué arte ha tenido no viniendo». Qué maneras, qué finura, qué pericia en la forma de ausentarse. Hay gente que no sabe no ir. Coge, no va y queda fatal. Lo critican, no se entera, no lo vuelven a invitar y pasa a la lista negra, que a veces es roja o de lunares o faralaes.
Hay quien no va pero manda un discurso para que todos los que han hecho el esfuerzo de ir, pese a lo malo del día y la hora y lo tedioso del asunto, tengan que tragarse el discurso y que se les haga presente el ausente, que a veces alberga la creencia de que el mundo no puede vivir sin sus opiniones.
A los sitios hay que ir, sobre todo a los que hay que ir, pero si se decide no ir, no se va con elegancia, no se va del todo, no se va bien, con clase, que tu ausencia sea un elegante murmurar y no una algarabía.
Y conste que no hablamos de la ausencia del pelma, esa ausencia que enseguida se va propagando por un cónclave, reunión, acto o conciliábulo hasta que llega al último asistente y entonces se produce como por ensalmo un alivio general, una relajación, un recrecimiento moral incluso cuando todos comprueban que, en efecto, el muy pelma no ha venido y esto puede entonces ser mucho mejor de lo esperado. A veces quien no va a una cita es la cordura. O el sentido común, que se queda en su casa, que no es la de todos. O no va la excitación. O es el talento el que no va. Lo mejor es que no vaya la mala suerte ni el muermo, que a veces parecen primos.
El riesgo es siempre equivocarse: o sea, ir a donde uno no tendría que haber ido nunca o no ir y arrepentirse de esa ausencia. Revisar una decisión es una fuente de infelicidad. La misma que a veces proporciona que no te inviten a algo. O que te inviten y te veas obligado a ir. Los españoles somos muy dóciles con esto de las invitaciones. Nos invitan a algo y, zas, vamos. Disciplinadamente. En otros países la cosa no es así.
-Oiga, ¿usted cómo lo sabe?
Tenemos a los que por norma no van a nada, y claro corren el peligro de ser tomados por esaboríos. O por difuntos. Luego está el que va a todo, que puede ser tildado por almas crueles de Mocito Feliz o albondigón de todas las salsas o, como se decía antes, un tío más pesado que un tanque en la solapa. Es complicado. Como irse a tiempo de los sitios.
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