Opinión | EN EL CAMINO DE LA HISTORIA

Juan Jesús Ayala

La insolencia en la política

El alto representante de Política Exterior y Seguridad de la UE, Josep Borrell, durante una rueda de prensa.

El alto representante de Política Exterior y Seguridad de la UE, Josep Borrell, durante una rueda de prensa. / EFE

El insolente ha estado siempre en el límite del orden social, y por tanto de las funciones básicas que lo estructuran como un bufón, un loco, un señor, un poderoso, un jefe, un intelectual que cuestiona las evidencias y a quienes las sustentan. Según Michel Meyer, profesor de Filosofía de la Universidad de Bruselas, en su libro La insolencia (ensayo sobre la moral y política) pone de manifiesto que el insolente es lo anteriormente referido.

Por lo tanto considero, siguiendo el hilo conductor del profesor, que la insolencia es salirse de las normas, alardear de un modo de ser propio, de una diferencia que al principio resulta pasajera pero que en el tiempo llega a representar un autentico insulto o desaire que va camino del asombro y la perplejidad.

Esta situación ocurre con frecuencia en decisiones políticas que se toman desde una tribuna rebosante de alegría despidiendo certeza y positividad pero que se acompaña paralelamente de la torpeza y del empecinamiento de los protagonistas que ocasiona que la cuestiones se tuerzan y no se obtenga el resultado previsto porque, precisamente, las previsiones fueron fallidas, al ser deficientemente meditadas donde la razón lógica ha huido del razonamiento.

Y cuando en la política hay actores que detentan un poder cuasi omnímodo, más de una vez se llega a situaciones verdaderamente esperpénticas en que el argumento primigenio tiene que recogerse en un ámbito más intimo y abandonar la mentira hasta implorar perdón, que es lo único que queda para salir del atolladero a que ha conducido la insolencia.

En las democracias actuales muchos que gobiernan se encuentran atrapados en un especie de doctrina viscosa que insensiblemente envuelve cualquier pensamiento rebelde, lo inhibe , lo perturba y paraliza como si fuera el «pensamiento único» que adaptándolo de Marcuse introduce Ignacio Ramonet, en el que o se acepta el poder y su manera de presentarse y actuar o de lo contrario se estará fuera, lejos de parabienes y bienestar político-social.

La insolencia en política más de una vez se acompaña de un resentimiento invalidante como incide Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, en «las malas pasadas del pasado», donde si el resentimiento cruza el escenario de la política y del poder es compañero de viaje de la insolencia, la cual deja asomar sus tretas por encima de todo comportamiento que se desvíe de la norma que se ha asumido entre todos para relanzar la convivencia, que, en definitiva, es lo que debe prevalecer en el desarrollo eficaz de cualquier gobierno de cualquier país.

Dentro de la carcasa psicológica de la insolencia, así mismo, permanece enmascarada la incompetencia, lo que en su día hizo decir a los socráticos contra los sofistas que dentro de su insolencia anida un precario andamiaje intelectual que hace no se cansen de predicar su competencia incuestionable sin caer en la cuenta que simplemente son menesterosos y pobretones intelectuales.

Y algunos que buscan el poder o mantenerse en él traerán dentro de algunos días papeles, programas, proyectos que dichos y presentados con el ardor y énfasis establecidos serán capaces de convencer, pero lo que hace falta es que puedan vencer. Vencer en una contienda electoral donde cada cual se posicionará buscando la verdad con la misma verdad o inventando discursos ya inventados o soflamas ya dichas.

Sería un avance altamente social-político que al menos la insolencia se destierre de comportamientos que más que arrumbar hacia actitudes democráticas cuando aparecen, como visitas a Doñana evitando dar la cara cuando se es artífice del desaguisado, anuncian cualquier otra cosa y no muy entusiasmadora, que digamos.

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