Opinión | Gentes y asuntos

Más que fútbol

Algunos colegas, cultos y culturetas, me afean con más o menos rigor mi antigua pasión por el deporte rey, reducida físicamente en los últimos tiempos por mi propia comodidad y las abundantes transmisiones televisivas. Ante el ordenador, ya anoto mentalmente la lista de reproches amistosos que me caerán desde este miércoles y, en consecuencia, dispongo mi respuesta, que no excusa, que siempre va por un común e indiscutible derrotero: el fútbol es, sin duda alguna, una de las actividades más atractivas e influyentes en la vida de las personas, más allá de su nivel cultural y económico, de sus profesiones y gustos. Los modestos campos de tierra y los estadios de mullido césped son los templos de credos y pasiones locales y universales, por encima de las tradiciones concretas y los distintos idiomas; espacios para una pasión compartida que, en cada sitio y tiempo, galvaniza identidades y sentimientos y que, pese al ingente negocio que le rodea, a los codiciosos fondos de inversión y especuladores que lo amenazan, tiene su fortaleza en los valores técnicos y físicos de sus practicantes y en la ilusión limpia que suscita y mantiene en sus seguidores; es una fuente periódica de alegrías y tristezas con el optimismo sostenido en las victorias y la mágica oportunidad de la revancha cuando se pierde.

Soy pues, mea culpa, un recalcitrante futbolero que repudia y lamenta los excesos de la pasión, traducidos en terribles tragedias que ensombrecen los valores del deporte; condeno sin paliativos la violencia que tiene en su haber hechos, fechas negras y víctimas inocentes. Y tengo en mi galería de ídolos a jugadores de época al margen de sus filiaciones y camisetas y en la colección de frases que suelta de cuando en cuando la memoria, recuerdo expresiones sobre el valor de esta práctica: «Me arrepiento del 99 por ciento de lo que hice en mi vida, pero el 1 por ciento, que es el fútbol, salva el resto», dijo el inolvidable Maradona; y del mérito de la unidad que definió, casi en lunfardo, el impar Di Stéfano: «Ningún jugador es tan bueno como todos juntos».

Con esta declaración de principios, gustos y afectos elementales, me cuesta justificar a los aprovechados, fulleros y golfos que rodean este bello juego que tuvo su primera prueba competitiva el 19 de diciembre de 1863 en el Reino Unido; y me repugna la larga y alevosa corrupción, perpetrada por un sujeto que ganó cuando se conoció su canallada la popularidad nunca lograda en su podrida trayectoria; para esa indecente notoriedad contó con la cooperación imprescindible y bien remunerada de directivos sin escrúpulos –cínicos o extrañamente ingenuos– que colocaron al fútbol español en la diana de la censura mundial.

El cabeza de reparto de esta golfada rentable y afrenta (de la que sólo conocemos la traca anunciadora pero no sus turbios inicios ni su incierto final) se llama José María Enríquez Negreira (1945), al que sus socios de trapacería tratan ahora como cabeza de turco o discapacitado, no hay término medio. Este es un barcelonés atildado, sin otro título ni oficio que el de ser la sombra adulona y segundo en el escalafón del orondo Victoriano Sánchez Arminio, chulo tosco e insoportable en su mandato de décadas del arbitraje español, actualmente imputado por la Audiencia Nacional por un presunto desvío de fondos, junto al exsecretario general del Comité Técnico de Árbitros Raúl Masó.

Arminio y Negreira fueron miembros relevantes de la banda del juzgado y condenado Ángel María Villar, que salió de la exprimida Federación Española bien servido pero sin pronunciar correctamente la palabra fútbol; «furgol» decía el angelito que mandó a su hijo Gorka a hacer, «con sus mañas y méritos, las Américas» y ganó, gracias a mangas espurias, la dirección general de la Comenbol (Confederación Sudamericana de Fútbol). Más refinado que su progenitor, con sus enjuagues y una empresa fantasma, sin contabilidad ni empleados, multiplicó el patrimonio familiar y también ahora está en libertad bajo fianza.

Ante ese estado y clima en la instancia suprema no es extraño que, por sí mismo y/o con el placet o, tal vez, desconocimiento de sus jefes y amigos, Negreira, el flamante vicepresidente del CTA creara su propio chiringuito con la creación de una empresa que, en dos décadas, sólo contó con un cliente, el Fútbol Club Barcelona, y un exclusivo cometido, «tareas de asesoramiento» por las que cobró la friolera de más de siete millones de euros, desde las ; el adjetivo lo pondrá finalmente la justicia –por la que cobró más de siete millones de euros durante las presidencias de Joan Gaspart, aunque algunos le dan mayor antigüedad e incluyen al fallecido Núñez; los honorarios– léanlo como eufemismo porque la calificación la dará finalmente la justicia –se cuatriplicaron con Joan Laporta, crecieron con Sandro Rosell y mantuvieron sus cotas con Josep Maria Bartomeu, que, según declaró, puso fin a los pagos cuando Villar fue destituido por el Tribunal Administrativo del Deporte y cayeron su impresentable tinglado y su pandilla corrupta.

Si los servicios de «asesoramiento arbitral» duraron mientras Negreira cargo y mando en el colectivo arbitral y acabaron con su cese son un escándalo alevoso; y las justificaciones con supuestos informes escritos y en soporte digital añaden el ridículo al delito o la falta que está judicializada. La sonada comparecencia de Laporta para negar la búsqueda de «neutralidad arbitral», como se dijo, y de favores, como parece, fue una pésima comedia dedicada a los culés pasionales y un insulto a la mayoría catalana con seny, como se califica el sentido común, la prudencia y ponderación en el dicho y en el hecho. Luego, los acercamientos y explicaciones con el ronco Tebas y el esloveno Ceferin son una humillación disfrazada de aldeana diplomacia para evitar la expulsión de las competiciones europeas y la ampliación de las palancas económicas para fichar a estrellas y agrandar la cuantiosa deuda que ya tienen; los ataques al Real Madrid, por sumarse a la causa como parte posiblemente perjudicada, se incluyen en los tiros desviados al perverso centralismo; una estrategia gastada, tradicional y usada prolijamente en los tiempos del corrupto Pujol, sus acólitos y hasta el huido Puigdemont; se puede y, sobre todo, se debe ser independentista sin recurrir a muletillas viejas y cantinfladas sin gracia que no encubren, justifican ni perdonan los delitos y los errores.

Como han visto y verán, esto es, para mal, más que fútbol, y mientras la justicia instruye el caso, creemos que un comportamiento más responsable y gallardo que el mostrado hasta la fecha por los responsables de un club histórico tendría mejor acogida que la forzada comunión con ruedas de molino que les proponen a mayoría decente después del estropicio incalculable que han causado al deporte y a eso que llaman Marca España dentro y fuera de sus fronteras. Del arbitraje –la brigada necesaria para las fechorías, el peor de Europa y el mejor pagado–, hablaremos otro día.

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