Opinión | Observatorio

Lacrimógena

Valdivia, Chile.

Valdivia, Chile. / Marcos Matus Z

Fuimos a Valdivia en busca de la lluvia. Santiago de Chile, donde nunca llueve, es una inmensa olla de calor y contaminación. Los ojos van enrojecidos (aquí los colirios sencillamente se conocen como red off) y uno teme respirar profundo, para no tragarse un tubo de escape en cada aspiración. Valdivia, por el contrario, es la promesa del verde y de la vida. El hongo insano que cubre la capital ha logrado que el paisaje sublime haya sido expropiado de los ojos de este pueblo. La solemne cordillera andina, que en otras visitas pude contemplar, tras años de sequía, ahora se entrevé como una pintura desvaída, como un deseo. Chile siempre fue un país pobre, pero bello. Ahora, para el tercio de la población que se arremolina en Santiago, es una promesa de agobio continuo sin horizonte.

Esta expropiación de la belleza natural no es un asunto menor. Un novelista, Alejandro Zambra, en su novela Poeta chileno, hace decir a un extranjero que lo que más le llama la atención es que en Santiago todos caminan mirando al suelo. Esta no es la actitud natural del ser humano, que lleva en sus entrañas nómadas la búsqueda de horizontes. Mirar al suelo es algo aprendido, forzado. Es la actitud de los ensimismados, de los avergonzados, de los tristes. Estar ante una sublime cordillera y apenas poder verla, es una desdicha intragable. Pero si encima todo exige ajetreo, inquietud, ese bullicio de buscarse la vida propio del pobre, incansable, continuo, entonces ¿cuál puede ser el consuelo?

A pesar de todo aquí abunda la gente cordial y amable, pero no produce asombro que de vez en cuando estalle como un volcán. Chile es el país más distinto de sí mismo que existe sobre la faz de la Tierra. Que en este inmenso meridiano austral, donde son posibles mil formas de vida, la gente se concentre en la región central es un amargo destino. Víctimas de no se sabe qué poder seductor, inercia incomprensible de la historia colonial, las grandes capitales de América hispana se extienden sobre infinitas conurbaciones improvisadas, que aquí generan paisajes humanos difíciles de mantener en el alma. Lo más triste que se puede decir es que la falta de lluvia y las altas temperaturas facilita la vida de toda esa gente que construye sus casas como puede sobre los cerros, como palafitos sobre un quebrado rastrojo.

Valdivia es el inicio de este sur infinito chileno que llega a Punta Arenas. Más o menos dos mil kilómetros de sur. Pero viajamos a Valdivia buscando la lluvia y relajar los ojos en los infinitos colores de los verdes, pasear por los humedales, ver correr lo ríos, sentir el vacío sobre los puentes, respirar el aire entre los juncos y descubrir las más brillantes setas a los pies de los castaños. Es de suponer que eso es lo que buscaban los alemanes que, partiendo de Hamburgo o de Bremen, llegaron hasta aquí hacia mediados del siglo XIX, muchos de ellos exiliados tras la revolución de 1848, lo que ha dado a esta tierra su impronta, desde la pastelería a la política socialista.

Tierra ocupada y abandonada por todos los poderes imperiales hasta que el legendario Thomas Cochrane ayudara a su independencia, su fuerte presencia alemana no ha impedido que su bandera siga siendo la Cruz de San Andrés de los Austrias, por mucho que sus dos mayores fiestas sean la Bierfest Kunstmann, el mayor cervecero de Chile, y un carnaval que también es huella de una tradición alemana. Pero algo poderoso e indómito alberga esta tierra, atravesada por la guerra infinita mapuche y por los despiadados terremotos. El más fuerte que ha registrado la humanidad, 9’5 en la escala de Richter, destruyó la ciudad y hundió calles y plazas más de dos metros. Pero aquí sigue en pie, como el Fuerte Niebla que la protegió.

A partir de Valdivia todo es legendario. Tras la región de los ríos, viene la de los lagos, luego la de los volcanes y más al sur la de los glaciares. Legendario también el viaje de aquellos hispanos que recorrieron estas tierras hace ahora cinco siglos. Si recordamos la corona de desiertos que ciñen el norte de Chile, nos sentimos asombrados ante tanta diferencia. Lo más templado, sí, Valparaíso, y eso es lo que prometen esos restos de los bosques antiguos de palmeras que jalonan los cerros y que tantos recuerdos traen para el viajero valenciano. Todo es legendario y todo extremo. Es lógico que uno de sus poetas más grandes, Raúl Zurita, se interrogue con frecuencia por el paraíso y lo anhele. No es precisamente un paraíso lo que uno presiente cuando, amaneciendo sobre el lago Llanquihue, ve la sombra azulada del cono perfecto del volcán Osorno.

Extrema, frágil, insegura, fragmentada, albergando terremotos y volcanes, como la propia naturaleza, así evoluciona la sociedad de Chile. Pero entretanto, esperando el temblor, mientras un gobierno joven intenta conquistar la esperanza de la ciudadanía, converso, tras una conferencia sobre legitimidad democrática y capitalismo contemporáneo, con colegas de la Universidad Austral. Uno de ellos, Jorge Polanco, es poeta. Le pregunto sobre la poesía de Zurita, cuyos versos me habían emocionado. «Sé que algún día Chile entero/ se levantará solo para verte./ Y aunque nada exista, mis ojos te verán». «La poesía de Zurita -me dice Jorge- va de Zurita». ¿Y la tuya? -le pregunto. «La nuestra, de la catástrofe». Lacrimógena es su último libro.

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