Opinión | A babor

Cuando se aplauden a sí mismos a rabiar…

Niño mirando la televisión.

Niño mirando la televisión.

Antes se decía en las redacciones que el último recurso de un periodista era la crítica televisiva. Probablemente ahora sea cierto: los periodistas dedicamos mucho tiempo a hablar de lo que pasa en la tele, de lo que se dice para la tele, de lo que se nos vende desde la tele. Hace ya algún tiempo que decenas de periodistas encaramados en tiras como esta o en tertulias de relumbrón andan a la caza de declaraciones inconsistentes o disparatas de nuestros próceres ante las cámaras de televisión. Es absurdo esperar de lo que se dice ante las cámaras un alto grado de sinceridad o compromiso. Los políticos acuden a los platós y estudios no a contar lo que creen que debe hacerse, o incluso a hablarnos de lo que de verdad hacen, sino a decir lo que consideran conveniente que deben decir para ser aplaudidos por el público y prosperar. Los medios repetimos con un servilismo casi feudal lo que nuestros gobernantes dicen, hinchamos el pato de sus fuegos artificiales, sus propuestas repeinadas o sus contradicciones, y servimos como correveidiles todo tipo de minúsculas zarandajas que sólo les interesan realmente a ellos.

Nuestra profesión se despeña cada vez más en el sinsentido de renunciar abiertamente a marcar la agenda pública, contar lo que ocurre (y no lo que nos cuentan que ocurre) y ejercer la función de prescripción que los clásicos atribuyeron alguna vez a los medios y a los periodistas serios. Hoy lo que realmente funciona son otras cosas que no tienen mucho que ver con el periodismo: funcionan las entrevistas políticas en espacios antes abiertos al chisme y el cotilleo cardíaco, funciona la exposición desvergonzada de la vida privada como recurso para distraer de la exigencia de cumplir los compromisos públicos, funciona la crítica destructiva y ad hominem del contrario, la descalificación absoluta del adversario... y nosotros ponemos dócilmente el micro delante de las lenguas desatadas de nuestra clase dirigente, tomamos nota de lo que quieren contarnos, muy satisfechos de poder participar del relato de quienes mandan, convencidos de que cada escándalo, cada declaración polémica, cada mentira, exageración o mensaje interesado que retransmitamos en exclusiva –si logra armar suficiente ruido– conviene a nuestra propia popularidad, porque esa es hoy la forma en que se mide el éxito profesional, ese reparto cortesano de prestigios que ha ocupado el lugar que hasta ayer habitaban los valores éticos, morales y deontológicos de la profesión.

¿Creen que exagero? ¿Que esta retahíla de quejas es fruto de alguna aflicción especial? Pues no. Ni exagero, ni me aflijo por nada que tenga que ver con mi trabajo, desde hace años. Leí hace mucho tiempo un consejo que Omar Torrijos (el dictador panameño que no quería entrar en la Historia, sino sacar a los gringos del Canal) le ofreció a un entonces jovencísimo Felipe González: «No te aflijas nunca. Si te afliges te aflojan». Adopté el consejo como si Torrijos lo hubiera pensado para mí antes de que la CIA (o quien fuera) reventará su avión y se lo llevara a los infiernos. Desde entonces –y de eso hace ya muchos años– procuro no afligirme ni aflojarme. A veces me enfado, por supuesto. Me cabreo con frecuencia –demasiada quizá– cuando intentan hacerme partícipe del estado general de arrogancia y tontería con el que se gobierna hoy el mundo. Reacciono con altanería ante las sandeces que escucho, peco incluso de soberbia cuando alguien intenta convencerme de lo irracional con argumentos de tuit, cuando pretenden darme gato por liebre, cuando me venden adanismo y petulancia en cada propuesta política, cuando se aplauden a sí mismos a rabiar, quién sabe por qué. Me he vuelto escéptico militante, rigurosamente descreído y pesimista convicto. Pero no presumo de que todo tiempo pasado fuera mejor, porque no creo que el pasado fuera sustancialmente mejor. Lo que sí era mejor era la pasta de la que estaban hechos los seres humanos, convertidos hoy por la presión de los medios y las redes en carne de noticia y titular, protagonistas mediáticos de una vida cada día más virtual y más protegida de los hechos que de verdad nos forjan o conmueven. Vivimos un tiempo catódico, que nos alcanza desde las pantallas de dispositivos y televisores alejados del mundo real, desde los que nos epata la nueva política con su falsedad recurrente, sus presupuestos impostados, sus propuestas meramente instrumentales, sus trajes de chaqueta de marca y sus sonrisas dentífricas.

Y no sé qué me ha pasado, porque yo iba a hablarles del Gobierno (de cualquier gobierno) y me salió de corrido todo esto…

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