Opinión | LA GATA SOBRE EL TECLADO

María Pérez

Todo lo que nos pasa es arcilla

Todo lo que nos pasa es arcilla. Quedaría muy bien si confesara haberle dado vueltas a esta frase leyendo a J.L. Borges, pero no es cierto. Fue al escucharle gracias a un reel en Instagram. No es lo mismo, pero siempre es una alegría comprobar que las redes sociales también pueden usarse para cultivar nuestra inteligencia natural.

El célebre escritor afirmaba en el mencionado reel, que la convicción de que toda experiencia nos es dada con un fin, tiene que ser más fuerte en el caso de los artistas. La humillación, la desdicha o la discordia son para Borges «alimento de los héroes» y nos fueron dadas «para que las transmutemos, para que hagamos, de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiran a serlo». Para el maestro argentino, todo lo que nos pasa, incluidas las humillaciones, los bochornos y las desventuras, nos han sido dados como arcilla, como materia prima para nuestro arte (sea el que sea) y tenemos que aprovecharlo.

Al escucharle, mi mente voló hasta una de esas eternas tardes de verano de principios de los ochenta. Las vacaciones parecían interminables en aquella casa de campo rodeada de naranjos en un paisaje salpicado de higueras centenarias, algarrobos y un lidonero tatuado con las torpes inscripciones de una sociedad secreta, inventada por mí para investigar ovnis. Yo tendría unos nueve o diez años.

Una tarde, Manolita (vecina y amiga de mi madre) me invitó a pasar un rato en su casa después de merendar.

El suyo era un chalet enorme en el que abundaban los juguetes porque una parte de la casa albergaba una guardería infantil. Entrar en aquella espaciosa vivienda era todo un desafío para mí, ya que suponía cruzar la puerta de entrada y atravesar un jardín custodiado por un enorme dóberman llamado Beltza (negro en euskera) cuya mirada bastaba para cortarme la digestión de las tres últimas cenas. Aun así, acepté la invitación y, tras superar la prueba del Averno y dejarme olisquear por aquella reencarnación del Can Cerbero, al otro lado del infierno de Dante, vi que me esperaba Pablo, el hijo pequeño de la dueña de la casa. Me aguardaba en el umbral con un plan debajo del brazo: una caja con todo lo necesario para crear nuestras propias obras de arte en arcilla.

Recuerdo que elegí una ardilla de entre todos aquellos troqueles de silicona con forma de animalitos del bosque. Me recordaba a uno de los personajes de Banner y Flappy, una serie japonesa de dibujos animados de la época. Los niños de la Generación X crecimos bajo el influjo de aquellas series infantiles en las que los guionistas nipones nos adentraron en los dramas de la existencia humana cargando las tramas con altas dosis de tragedias y desgracias. Si no habíamos tenido suficiente con la huérfana de Heidi, cuya mejor amiga estaba postrada en una silla de ruedas; o con el pobre Marco buscando a su madre por medio mundo sin más compañía que la de un mono, en Banner y Flappy nos contaban la triste historia de una pobre ardilla abandonada que es criada por una gata a la que también acaba perdiendo por culpa de un terrible incendio. Todavía se me pone un nudo en la garganta recordando el episodio en el que unos cazadores le pegan un tiro al abuelo Búho, el sabio del bosque…

La verdad es que no ganábamos para disgustos, pero, aquella tarde en casa de Pablo, dramas y arcilla se fundieron secretamente para que años después, yo encontrara su significado oculto gracias a la magia de las palabras de un sabio. La vida, como bien nos inculcaron los guionistas del país del sol naciente, está llena de dramas y de tragedias, de incertidumbre y de tristeza. Pero, bien sea con nuestras propias manos o con algún molde, podemos usar toda esa experiencia como materia prima, devolviéndola al mundo convertida en belleza, en arte o en cualquier propósito digno de lo mejor de nosotros mismos. La escritura es mi molde, pero no es el único. La creatividad humana es un campo ilimitado y hay tantos ‘moldes’ como cabezas.

Hay una frase en El Quijote que dice: «Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si las sienten demasiado, se vuelven bestias…». Existen situaciones o estados mentales que nos pueden llevar a ver hormigón armado en lugar de arcilla y, con él, comenzamos a construir un muro infranqueable en silencio que nos va aislando del mundo. Cuando la bestia acecha, yo me acuerdo de Beltza. La dejo olisquear, pero sigo caminando aun con el miedo en el cuerpo porque sé que, al otro lado del abismo infernal, hay una puerta. Y siempre habrá alguien más esperando en el umbral, con un nuevo plan debajo del brazo y dispuesto a recordarme, una vez más, que todo lo que me pasa… es arcilla.

Suscríbete para seguir leyendo