Opinión | Gentes y asuntos

El debate que toca

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, y el primer ministro sueco, Ulf Kristersson.

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, y el primer ministro sueco, Ulf Kristersson. / EFE

Durante medio siglo, y por causas que no acierto a comprender, Ana García Obregón es una mujer popular porque, según la RAE, «goza de la aceptación y aplauso del pueblo». Por eso nos la topamos en la misa, la sopa y en dudosos sitios de la piedad y la opulencia; por eso seguimos con resignación y desdén sus dudosos valores artísticos, sus desvergonzadas confesiones y ocurrencias antiestéticas, magníficamente pagadas por medios de casquería que le compran portadas y horas estelares en los audiovisuales. Nadie le puede negar su astucia y maña para el negocio de sí misma; rica de familia es, sin duda, una recaudadora eficaz para sí y para sus acompañantes puntuales a los que deja situados y untados en su rentable factoría. Hasta el presente no le había dedicado un minuto de atención o una palabra escrita; ante su inexplicable y provocadora omnipresencia, el descaro e impunidad de sus acciones, apliqué la sana receta de la ignorancia, con todo el respeto a la mayoría que, seguramente, discrepa de mis gustos.

Hoy –y mi viejo ordenador renquea y protesta– respondo a su desmedida provocación de presentarse, pasados los setenta como madre primero y, luego, como abuela, con saladas retribuciones por ambos estados. Ahora, y por narices, la señora superó de largo sus salidas de tono, razón y tiempo y, con la petulancia que derrocha, exige impunidad para un tema serio y sensible que le concedieron a sus periódicas ventas de intimidades a las tiendas de casquería impresa y audiovisual.

Acaso porque la política, en su auténtica dimensión, vuela raso; acaso porque las economías familiares renquean después de tantas crisis seguidas, acaso porque la inevitable señora tiene un inexplicable gancho (digno de un estudio sociológico), sus últimas y descaradas andanzas encabezan los gustos lectores y las audiencias televisivas con el arisco tema de la gestación subrogada; ya saben, la práctica en la que, previo acuerdo, con otra persona o pareja, una mujer queda embarazada con un óvulo ajeno al suyo y da a luz a un bebé para esa otra persona o pareja, que se convierten en los padres legales del recién nacido.

Esa práctica, que remunera a la gestante, es legal en el Reino Unido, Grecia, Rusia, Ucrania, Georgia, Australia, India, Canadá y Estados Unidos y, con ciertas condiciones, está permitido para extranjeros. Con la excepción de Ciudadanos –una opción en caída libre, que invoca el altruismo y presentó un proyecto de ley condenado al fracaso– todos los partidos españoles la rechazan por la mercantilización del embarazo y el cuerpo de la mujer. Ante el revuelo y, acaso por su posibilismo galaico, Núñez Feijóo avanzó la posibilidad de su estudio.

Esta vez la pertinaz Obregón –a quien nadie discute su astucia cuando sin valores es una estrella del papel cuché y la más cara del mercado– invocó un drama incuestionable: la temprana muerte de su hijo Alex Lequio (en 2020 y con 27 años) y su decisión de tener descendencia por este medio; y a esos efectos se conservó su esperma desde 2020. Así soltó la bomba de su maternidad y, un par de días después y también con pago, confesó que era abuela en su revista de cabecera. No habló, claro, del precio de esa operación –no menos de 250.000 euros– que la hace inasequible para el común de los ciudadanos. Nadie puede negar los legítimos deseos de maternidad y paternidad; ni rechazar de un plumazo los motivos altruistas que se pueden invocar en esos casos, pero, salvo excepciones parentales y amistosas extraordinarias, nadie puede garantizar la generosidad imprescindible para hacer de esta práctica costosa un derecho. Con garantías de difícil cumplimiento –la gratuidad total y la edad de la gestante entre otras– ese es el flanco débil de una ley voluntariosa pero inviable.

Frente a ese buenismo obstinado, contraído el compromiso la gestante perderá su capacidad de decisión y directamente el control sobre su cuerpo; o sea, que si no hay reversibilidad del contrato, ella concibe pero deciden otros, los que pagan. Así pues, la reproducción queda mercantilizada y una decisión personal y respetable condicionada y discriminada por motivos económicos. Esa interesada paradoja es inviable en una época en la que, contra prejuicios y mareas, empiezan a cuajar las legítimas reivindicaciones del feminismo. Sería un paso atrás y de forzado, por no decir imposible, acomodo en nuestro marco jurídico.

En esta España diversa y compleja, cuando la mayoría de las sensibilidades coinciden en la afirmación o el rechazo, hay que aprovechar la ola y facilitar y fortalecer la fórmula de la adopción y aligerar sus pesados y costosos trámites. En ese camino, como desde la aurora de los tiempos, se cumplen con gozo y justicia los legítimos deseos de maternidad y paternidad. Por esta vez, una acción interesada y publicitada de la Obregón –a quien deseamos felicidad con la niña recién llegada– ha servido para reafirmar los criterios de la mayoría ciudadana y los deseos legítimos –pero aquí afortunadamente ilegales– de aquellos que se los pueden pagar.

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