Opinión | A BABOR

¿Mi casa?

No, no va esto de ET, pero sí camino de convertirse en un drama marciano… Por eso, voy a contarles una historia de esas para no dormir: comienza con usted viviendo en su ciudad, donde lleva 30 años trabajando a destajo, sosteniendo a su familia y ahorrando todo lo que puede porque su sueño particular es jubilarse cerca del mar, en un apartamento pequeño, para poder huir del ruido y el ajetreo y la contaminación, y pasar la vejez al sol, nadando un rato por la mañana cuando el agua no esté muy fría, dando paseos y jugando al dominó con los amigos, o viendo series de televisión hasta que le lloren los ojos. Lo mismo que hacen miles y miles de jubilados.

Pero nadie le ha regalado a usted nada… ¿eh? Con mucho esfuerzo y tesón, ahorrando hasta la última peseta –usted es de los que aún hace las cuentas grandes en pesetas–, consiguió hace ya unos años pagar la entrada de un pequeño apartamento cerca de alguna orilla, a cinco o diez minutos de esa playa en la que espera calentar sus huesos y disimular sus arrugas con las arrugas del agua. Usted ya pasa en ese apartamento su mes de vacaciones, y –cuando no lo tiene alquilado a los turistas para ayudarse con la hipoteca– también los fines de semana y algunos puentes. Y cuando le llega por fin el momento del retiro, decide dejar de alquilar el apartamento y se va a vivir allí más feliz que un pato: se ahorra el alquiler de su vivienda en la ciudad, o –si resulta que es suya– se la deja a su hija mayor, que tiene familia y no le llega con lo que cobra, o se la vende a alguien, para poder retirarse con un buen dinero con el que hacer frente a los veinte años con los que espera poder vivir de su pensión y sus ahorros, si la inflación le deja. Pero cuando lleva usted un par de meses en su nuevo domicilio, llega un inspector y le dice que nones, que usted no puede vivir ahí, que lo que hace va en contra de la ley de Turismo, que se tiene que buscar una vivienda en otro lado, porque su casa sólo sirve para que la habiten alemanes, ingleses o peninsulares de vacaciones. Y encima le crujen con una multa de cuidado: entre 2.200 y 9.000 euros.

Es muy injusto. Lo es porque usted no le crea problemas a nadie, y –sobre todo– porque cuando compró el apartamento en el que pensaba retirarse no lo hizo con la ley de ahora, sino con otra distinta. La que había antes de que a algún animal con corbata, de esos que cobran 4.000 pavos por tener ocurrencias, se le antojara decidir que ser propietario de una vivienda es incompatible con usarla para vivir en ella. Es tan peregrina esa idea que resulta casi ridícula.

La historia se repite más o menos igual en cientos de circunstancias diferentes: el rechazo a cualquier injerencia del poder en la casa de uno se ha convertido por eso en un clamor, después de que el Gobierno regional decidiera sancionar por primera vez a los propietarios de seis apartamentos situados en zonas turísticas de las islas, por usarlos como primera o segunda residencia. Las multas son consecuencia de una ley absurda aprobada hace ahora diez años, que impide que los dueños de viviendas situadas en un entorno turístico puedan usarlas de forma privada, porque se las considera un negocio, una propiedad destinada por ley a ser cedida a explotadores turísticos, que son –por cierto– los que ganan con esta ley injusta. Los propietarios de las viviendas cobran hoy por su explotación vicaria la mitad que hace unos años, porque su inversión está cautiva.

Y la única posibilidad de evitar una flagrante pérdida de derechos es que el propietario de la vivienda demuestre que reside allí desde antes del 2017. Pero… ¿y si compró la propiedad cuando esta ley no estaba y es ahora cuando puede o quiere usar su vivienda para residir en ella? Se le obliga a aceptar el cambio de las reglas de juego en mitad del partido de su vida.

Desde hace años la mayoría de las leyes que se aprueban por los parlamentos de este país son un catálogo de intenciones y vaciedades, a veces propias de iluminados, que tratan a los ciudadanos como idiotas y los convierten en delincuentes. Se fabrican leyes a una velocidad pasmosa, que entran en contradicción flagrante con otras, que no respetan los derechos de las personas, o que imponen por la cara medidas incumplibles o perversas. No hace falta referirse al sólo sí es sí, en todas partes cuecen habas. Esta ley de Turismo es un dislate, y no sólo por esto. Hoy sólo la apoyan quienes están por la concentración de la explotación turística extrahotelera. Y Ricardo Fernández de la Puente, el único diputado que la defiende hoy. Porque siendo responsable de Turismo con Paulino Rivero, fue él quien la inventó.

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