Opinión | LA VIDA PERIODÍSTICA Y LA VIDA

El premio a Pepe Alemán

Siempre traía consigo historias de otros, de la vida grande de las naciones, de las vidas pequeñas de los periódicos

Pepe Alemán.

Pepe Alemán.

Hubo un tiempo en las islas, allá por 1970, en que parecía que iba a haber fiestas comunes. Separados del viejo pleito de almacenes que ya olían a rancio, las islas se empezaban a comunicar por cualquier cosa, y se aproximaba en el mundo (en el de la música, por ejemplo), en el de la poesía, incluso en el del periodismo, una zona de gracia que se reclamaba moderna y desenfadada, como la alegría de las noches.

Las noches, por cierto, duraban más, casi hasta siempre, porque hasta los cabarets parecían hechos para que entretuviéramos la noche hasta que salieran los correíllos o los aviones chiquitos de después del amanecer. Era un clima feliz, seguramente también porque éramos jóvenes y porque no estábamos picados, aún, eso llegaría, y fue devastador, por la tentación de la burla o de la envidia. De eso hubo, sigue habiendo, muchísimo, pero el propósito de estas crónicas que inicio hoy no guarda relación ninguna con esa amarga, presente, experiencia.

Quería hablar, en realidad, de buenas cosas que recuerdo, y la primera, la que mejor se relaciona con esa parte de la memoria que enumeré más arriba, tiene que ver con la alegría personal, y espero que generacional, que me ha producido la noticia del premio Canarias de Comunicación a José A. Alemán, Pepe Alemán, por la trayectoria en la que se sigue derramando su vida.

Pepe es uno de los protagonistas de aquella hermosa fauna que viajaba de una isla a otra (antes era así, no se molesten: era, ay, de una isla a otra). En Tenerife, en la capital, en La Laguna, se sentaba en los bancos o en los bares, nos veía hacer lo que estuviéramos haciendo, en los periódicos, en las calles, siempre (también) en los bares, y esperaba a que se hiciera la noche como en la canción de Eduardo Falú: «Se me está haciendo la noche en la mitad de la tarde…»

Luego ya empezaba Pepe a ser Pepe Alemán. Siempre traía consigo historias de otros, de la vida grande de las naciones, de las vidas pequeñas de los periódicos. Hablaba haciendo que el tabaco se convirtiera en una especie de prolongación de su boca que, a aquellas horas, parecía medio cerrada pero igualmente locuaz. Cuando este compañero de la media madrugada hacía ademán por decirle algo, por decirle por ejemplo que se estaba comiendo el cigarrillo, se levantaba un momento del asiento, y repetía dos veces al menos lo que su amigo Manuel Padorno decía ocho o diez veces por cada cinco minutos:

–¡Ya coño!

Y seguía hablando. Lo suyo entonces eran la ideología y el periodismo. Yo era muy chico para atender a lo primero (y aún no lo sé); pero debo decir que aquella ideología de Pepe, aplicada al periodismo, era como la ideología aplicada a su forma de reír. No era solemne en la opción que tuviera que ensayar o defender. Al contrario, si tú le decías lo contrario él lo reciclaba a su favor, y terminaba riéndose, como los buenos poetas, de las solemnidades que podíamos decir creyendo que la vida duraba más allá de la madrugada.

Era entonces un tiempo en que casi todo se estaba haciendo. Cuando él llegaba a la isla (cuando nos veíamos en la suya) había que buscar campamento para hallarnos. Para mí esos ratos fueron de una enorme salud, porque él me enseñó a no tomar tan en serio el periodismo nuevo, pues con el viejo podíamos ir escapando, y éste enseñaba que era mejor contar que inventar. Y cómo contaba Pepe, cómo contaba. Cómo cuenta.

Llegó un momento con dibujos, me parece que de Juan Ismael, y algunos relatos que me parece que yo hice publicar en Tagoror Literario, unas páginas que me encargó EL DÍA y de cuyo título, ¡ay!, se burlaron guanchistas de luego, pues no era común entonces recurrir a los ancestros. Pepe venía con esos dibujos, que eran a lápiz, los dispuso sobre una mesa, pon tú que del Manolo, lleno de golfos y de putas, y me fue señalando punto por punto los aciertos poéticos que enrollaba allí como si se estuviera desayunando con el arte de admirar.

Después de esas jornadas de risa y descubrimiento él miraba el reloj como si fuera viejo, pero al descubrir que faltaban tres horas para subir a Los Rodeos, se levantaba como un siquitraque:

–¡Ya coño! ¡Si falta un día!

Aun así, salíamos a las calles de adoquines que entonces era la ciudad libre de Santa Cruz por la noche, buscábamos un coche, salíamos hacia el aeropuerto y allí él se sentada de lado, como si durmiera solo de una mitad, para seguir hablando. Rafael Alberti me dijo un día, dormitando ya muy viejo en su casa de la Plaza de los Picos de Madrid, que a él le gustaría morir mientras conversaba con alguien, a esas horas de la noche, por ejemplo, en que Pepe ya estaba más en Las Canteras que en la calle de la Carrera.

Nunca me lo dijo, claro, es un optimista, pero en esos ratos de dolencia primitiva del sueño sí noté que Pepe, ideológico, periodista, complicado ser de acuerdos contra desacuerdos, comprometido hasta con el alba para pegarle si se desmanda, es también un poeta, un ser de cercanías como aquel Francisco Umbral de la dacha. Siempre fue así, y así fue como una vez me prestó seiscientas pesetas.

Hubo muchos amigos de allá (de Las Palmas) y de acá, de mi propia isla, y me marco un millo por decir que soy de todas, que son, han sido, serán como Pepe Alemán. Muchos me podrían haber prestado aquellas seiscientas pesetas, pues mucho tiempo fui y vine sin un duro en el bolsillo.

Pero esa vez no se me ocurrió que hubiera otro tan propicio como el flamante premio Canarias. Venía yo de un viaje absurdo en el que absurdos amigos me dejaron botado en Las Canteras. No podía seguir viaje sin pagar el peaje. Y por aquel entonces era tal la marabunta de mis despistes que sólo me quedaba, como tesoro, la memoria, y el número de teléfono de Pepe Alemán.

Me fue a encontrar en Galerías, donde Paco Sardaña me hizo colaborador de La Provincia (¿o fue Guillermo García Alcalde?) «Aquí las tienes». Las traía dentro del paquete de tabaco, quizá Krüger.

El otro día me dio su teléfono Diego Talavera, tan bueno con los descarrilados que íbamos de isla a isla. Cuando lo marqué me di cuenta de que el cabrón Pepe no había cambiado de número en estos mil años que han pasado desde que me alegró la perspectiva de vivir de periodista.

Pepe Alemán. Ya coño.

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