Opinión | La opinión del experto

Martín Caicoya

Tratar el ictus isquémico

Tratar el ictus isquémico.

Tratar el ictus isquémico. / E. D.

Cuando empecé mi carrera profesional, uno de los criterios de calidad de atención al ictus era el porcentaje que se atendían a domicilio. Entonces había un programa que, si no recuerdo mal, se llamaba Oxoforshire. El equipo de atención primaria se hacía responsable con el apoyo de algún tipo de rehabilitación. Años más tarde aparecieron las unidades de ictus en los hospitales, casi siempre en los de larga estancia.

Allí se intentaba recuperar la funcionalidad: la lengua, la movilidad, con intervenciones más pautadas e intensas. Un avance que benefició a muchos pacientes. Ya había dejado de ser un criterio de calidad dejar al paciente con ictus en el domicilio: la disponibilidad de TAC permitía hacer un diagnóstico que hasta entonces era clínico. Mientras, hacía años que otra enfermedad tromboembólica, el infarto, estaba siendo tratada en los momentos iniciales con fribrinolíticos para deshacer el trombo.

La idea de hacer trombólisis en el ictus era muy atractiva, pero el riesgo de producir una hemorragia en un territorio vascular debilitado frenaba el progreso. El reto motivó a la farmacología. Se desarrollaron disolventes del coágulo más eficaces y menos peligrosos. Estábamos listos para probarlo con ensayos clínicos. Funcionaban si se administraba en las primeras horas a pacientes con ictus tromboembólico con una serie de características. Bien elegidos, el riesgo de hemorragia se reducía al 3%. Era la última década del siglo XX.

Los cardiólogos habían introducido hacía años la colocación de muelles en las coronarias obstruidas como alternativa a los puentes o bypass. Una tecnología que, si no recuerdo mal, se originó en Suiza. Como ocurría la mayoría de las veces con la tecnología, no con los medicamentos, se introdujo sin evaluación y en pocos años se convirtió en la más utilizada para tratar la enfermedad coronaria severa. El problema es que ese ingenio en el interior de la arteria producía una respuesta del organismo al considerarlo una agresión. Se obstruía. Se inventaron stent medicalizados, los primeros empleaban substancias antimitóticas entre otras cosas.

El pronóstico mejoró. Empezaron a ponerlos en la fase más aguda del infarto, cuando el paciente llegaba al hospital, sobre todo si ya no había posibilidad de fibrinolisis. Esa alternativa que tuvo mucho éxito se sometió a estudio y se demostró que era más eficaz en revascularizar el miocardio que el tratamiento que deshacía el trombo. Fue el origen del código corazón que salvó muchas vidas. En buenas manos, la mortalidad tras infarto, si llega a tiempo al hospital es inferior al 5%. Encumbró aún más a los cardiólogos intervencionistas.

Por esos años la Revista Española de Cardiología presentó una serie de casos a cardiólogos clínicos, cardiólogos intervencionistas y cirujanos cardiacos. Los más conservadores fueron los clínicos; los segundos, los cirujanos y los más agresivos, los intervencionistas. Colocar un stent en las primeras horas de evolución de un infarto es formidable, pero no está tan claro que en la obstrucción crónica sea siempre mejor que un tratamiento médico que incluya adopción de un estilo de vida saludable. Pero eso exige mucho más esfuerzo por parte del paciente y no es una intervención tan brillante e inmediata.

Los neurorradiólogos hacía muchos años que eran capaces de tratar los aneurismas cerebrales, que son dilataciones de las arterias que amenazan romper. Con un catéter que introducen por la ingle en la arteria femoral llegan al cerebro y colocan algún tipo de artilugio que cierra el aneurisma. Antes había que operar, y aún se hace, realizando un agujero en el cráneo y disecando el cerebro hasta llegar allí.

Cerrarlo a través de la arteria es más limpio y menos traumático. En los primeros años del siglo XXI había aparecido uno que parecía que podía servir para extraer el trombo, una aspiración que hacía años se acariciaba. Esto desencadenó una carrera para diseñar o adaptar gadgets que pudieran servir para la trombectomia endovascular cerebral. Entonces ya era una exigencia inevitable someter cualquier nuevo tratamiento al banco de pruebas del ensayo clínico: los pacientes que pudieran beneficiarse de una trombectomía, si aceptaban, eran asignados al azar bien al tratamiento estándar que podía ser trombólisis o trombólisis más trombectomía endovenosa. Los resultados fueron tan espectaculares que se detuvo el ensayo y se replicaron en varios ensayos clínicos casi simultáneos. Hoy es la terapia estándar para los pacientes que cumplan los requisitos.

Solo si hay disponibilidad de neurointervencionista en la zona. Pero eso es solo una de las piezas de la estrategia que se denomina código ictus. La más importante es que el paciente llegue pronto, en las primeras horas de evolución del daño. Para ello, lo primero y más importante es saber reconocer la enfermedad.

Se basa en tres signos: la desviación de la boca, la falta de fuerza en un brazo o pierna y la alteración del lenguaje. Si ocurre alguna de estas circunstancias, se debe llamar al 112. A partir de ese momento el o la paciente entra en un protocolo muy bien definido que puede acabar en la sala de especial donde un superexperto está manipulando un catéter en la arteria obstruida para extraer el trombo.

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