Opinión

A las once menos diez

Reloj de la Puerta del Sol o Reloj de Gobernación en lo alto de la Casa de Correos

Reloj de la Puerta del Sol o Reloj de Gobernación en lo alto de la Casa de Correos / Jesús Hellín - Europa Press

En estos días cumpliría cien años Alfonso Canales, uno de los poetas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, un poeta que nació y vivió y murió en este mismo sur que habito y que me habita.

Será difícil que alguna vez olvide cómo nos conocimos. Le llamé para hacerle una entrevista y me citó para el día siguiente «a las once menos diez». Nadie me había citado jamás a una hora así, y nadie ha vuelto a hacerlo. Esas cosas sólo las hacía Alfonso Canales.

A las once menos cuarto yo estaba ya en la puerta de su edificio, pero aguardé hasta que fueran menos diez exactas para llamar al timbre. Creo que le gustó esa estricta puntualidad. Me recibió cortésmente y antes incluso de que hubiese llegado a entrar por completo me entregó dos papelitos, dos fichas. «Una es mi biografía, me dijo, otra mi bibliografía». Los acepté con una sonrisa y pasamos a su biblioteca.

Las persianas estaban echadas, las cortinas corridas y el aire acondicionado puesto. «Debo evitar la luz y mantener una temperatura constante, los libros son muy delicados», me dijo, como respondiendo a mi asombro. Alfonso Canales poseía la mejor biblioteca privada de Andalucía y una de las mejores de España. Cuando compraba un libro lo mandaba al encuadernador antes de leerlo. Así era Canales.

Nos sentamos y comencé la entrevista. Yo lo había leído mucho, había admirado su capacidad de adelantarse a los novísimos al menos una década, aunque Castellet no lo mencionase en su célebre antología. Y su independencia, su manera de ir no contra las modas, pero tampoco a su favor. Poeta libre, mayor y cierto, a quien siempre le perjudicó y le sigue perjudicando ser un poeta en provincias, no haberse movido de la Plaza del Obispo, donde tenía su despacho de abogado y podía contemplar el único rincón verdaderamente renacentista de una ciudad eminentemente barroca. «De no haber vivido en Málaga hubiera vivido en Florencia», me dijo, «pero desde mi despacho veo el trozo florentino de Málaga y eso ya es bastante».

Tras la entrevista, cuando ya nos despedíamos, me pidió que le devolviera los papelitos que me había dado al llegar. «No he tenido tiempo de leerlos» argumenté. «No le va a hacer falta –me dijo–. Suelo entregar estas fichas porque normalmente viene a entrevistarme gente que no sabe nada de mí, que no ha leído un solo verso mío. Usted es distinto, y no sabe cuánto se lo agradezco».

Se forjó, creo que en ese momento, un lazo de afecto entre nosotros. Nos vimos muchas veces más y siempre percibí, pese a su británica distancia, la cordialidad que nos unía desde aquel inolvidable día a las once menos diez en punto.

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