Opinión | Un carrusel vacío

Marina Casado

En carne y seso

En carne y seso

En carne y seso

“Ahí estaba yo, es decir, Alex; y mis tres drugos, o sea, Pete, Georgie y Dim. Estábamos sentados en el Korova Milk Bar, exprimiéndonos las rasureras para encontrar algo con que ocupar la noche…”. La película comienza así, con la voz en off del protagonista, Alex DeLarge, mientras la cámara enfoca un primer plano de su rostro –bajo el bombín, una mirada fija y perturbadora– y progresivamente se va alejando, mostrando un plano general de Alex y sus tres colegas –sus drugos– sentados a una extraña mesa con forma antropomorfa.

Muchos lectores ya habrán reconocido la película, sin duda. Estoy hablando de La naranja mecánica (1971), una de las obras más célebres del director Stanley Kubrick, basada en la novela homónima de Anthony Burgess. Cuenta la historia de Alex, un adolescente turbio, admirador de Beethoven, cuya principal afición es practicar la “ultraviolencia” con su pandilla. La ponen en práctica de diversas formas: propinándole palizas a mendigos, violando mujeres, protagonizando peleas de cuchillos contra otras pandillas de adolescentes… incluso matando. Cómo no recordar a esas cuatro figuras vestidas de blanco, con tirantes y bombines negros, avanzando amenazadoramente por las calles grisáceas de un Londres futurista.

Porque se trata de una distopía. O al menos, como tal la concibió Burgess, el autor. Sin embargo, hoy se me ha pasado por la cabeza la idea de que no estamos tan lejos de todo eso. Una noticia anunciaba que la Policía Nacional está investigando un grupo de Telegram –la famosa alternativa a Whatsapp creada por los rusos– en el que se suben grabaciones de peleas entre adolescentes y agresiones a menores, en Valencia y en otras ciudades españolas. Niñatos que jalean a otros niñatos con mensajes tan simpáticos como “Mátala”, “Reviéntala de una paliza” o “Dale como en clase”. El grupo en cuestión, creado en enero de este año, ha llegado a contar con 1200 miembros que podían acceder a los vídeos sin tener que solicitar permisos de ningún tipo. Puesto que aún no existe ninguna denuncia formal por los hechos, la Policía se ha centrado en evitar la viralización de los vídeos.

Lo más grave es que no se trata de un hecho aislado. Sin salir de la Comunidad Valenciana, en 2021 un informe de la Delegación del Gobierno alertó del repunte de la violencia juvenil. El informe recogía la existencia de batallas campales entre grupos de personas que, a priori, no tenían nada en contra los unos de los otros; solo pretendían ganar “likes” y seguidores en las redes sociales, a través de la emisión de las peleas. Según parece, cada bando iba vestido de un color y llegaban a usar armas blancas.

¿Alguien recuerda la escena de la película La naranja mecánica en la que Alex y sus drugos se enfrentan, por afición, a la banda de “Billy Boy”? Alex DeLarge sorprende a sus rivales en plena noche y grita al jefe: “¿Pero no es el cerdo y maloliente Billy Boy en carne y seso? […] ¡Venga! Para eso están los yarboles… Si es que tienes yarboles, so maricón. ¡Blandengue!”. Y Billy Boy, al que no le faltan yarboles, pero sí cerebro, sonríe cínicamente a cámara y acepta la invitación a la pelea. Una pelea digna de ser grabada y compartida en cualquier grupo turbio de una red social. Si Burgess y Kubrick hubieran añadido las redes sociales a sus obras, nos habríamos encontrado con una situación inquietantemente similar a las que ocupan los titulares de los medios estos días.

Tal vez la auténtica distopía sea el presente. Ya existen peleas campales por diversión, violaciones en grupo –ahí estaba “La Manada”–, agresiones a personas sin hogar… La primera vez que vi la película de Kubrick, me desagradó por la crudeza de sus imágenes. Tenía veinte años y no era tan consciente como hoy de la realidad. En la ficción, encarcelaron a Alex y lo usaron como cobaya para probar el “Método Ludovico”, un tratamiento cuyo fin era rehabilitar a los individuos patológicamente violentos, arrancándoles esos impulsos dañinos mediante una técnica conductista consistente en aplicarles drogas que les generaran incomodidad mientras los sometían a una proyección de imágenes ultra violentas. El paciente acabaría asociando la violencia a la incomodidad que había sentido con las drogas.

Este tratamiento genera un intenso debate acerca de dónde se encuentran los límites de lo ético. No me imagino a nadie aplicándolo en la actualidad, por suerte. Pero tampoco creo que nos asustemos lo suficiente ante lo que está pasando, ante esas hordas de adolescentes que, sin traje blanco ni bombín, disfrutan practicando la “ultraviolencia”, como diría Alex, “en carne y seso”.

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