Opinión

El woke y sus límites

El expresidente de Estados Unidos Donald Trump.

El expresidente de Estados Unidos Donald Trump. / EP

La semana pasada, Tyler Cowen en su blog Marginal Revolution recogía unos gráficos de David Rozado sobre la influencia del wokismo en el New York Times y su primera conclusión es que ha empezado a retroceder desde los picos alcanzados durante la presidencia de Donald Trump. También, hace unos días, la gran escritora canadiense Margaret Atwood declaraba a un medio español que la cultura de la cancelación constituye básicamente una forma de autoritarismo. Estas variantes totalitarias de la ideología responden hoy, sobre todo, a los discursos moralizantes de las nuevas izquierdas identitarias y de los nacionalismos, como antes se asociaron a una derecha sin domesticar o a las distintas iglesias y confesiones religiosas. Se diría que no hay nada nuevo bajo el sol y que, a lo largo de los siglos, las imposiciones dogmáticas han sido y son una constante en la historia de la humanidad, una forma como cualquier otra de humillación de la conciencia y de dominio de unos sobre otros.

El objetivo es reescribirnos, hacernos decir lo que no hemos dicho o no hemos querido decir. El último ejemplo lo tenemos con las obras de Roald Dahl, uno de los más grandes escritores de novela infantil de todos los tiempos. Digo el último, porque no ha sido ni mucho menos el primero y porque se trata de una práctica cada vez más común: peinar los textos a fin de depurarlos de todo aquello que se considera inadecuado para la sensibilidad actual, aunque esta sensibilidad sea realmente sólo la de una minoría pequeña pero muy activa.

Desconozco qué es lo que ha molestado a los popes editoriales de la obra de Dahl, tan divertida como irónica, tan punzante como inteligente; pero es fácil imaginárselo: la libertad de pensamiento. En efecto, a los fanáticos les irrita la risa aún infantil de la libertad y también su dedo acusador: el mismo que puso al descubierto la desnudez del emperador en el famoso cuento de Hans Christian Andersen. Y también les irrita lo que hay en el arte de belleza pura, no sujeta a ideología alguna, sino reflejo de una verdad humana más honda, inaprensible y misteriosa. Porque los críticos que se atreven a reescribir un libro –y ahora los teólogos anglicanos hablan también de hacer una nueva versión de la Biblia desde la perspectiva de género– son comisarios políticos que meten mano en los museos para poner el arte al servicio del poder, redefiniendo el pasado con la intención de expulsar del presente todo aquello que no toleran, a la vez que aplauden su propia barbarie; o son comisarios legislativos que dictaminan sobre qué monumentos merecen ser preservados y cuáles no, y así siempre.

Que al final la presión social haya evitado la censura en los textos de Dahl y que el New York Times y otros medios de comunicación progresistas hayan empezado a reducir el contenido woke de su discurso nos indica que quizás se esté llegando a un límite que no se quiere traspasar. Y que las sociedades son maleables, pero sólo hasta cierto punto. Porque, en el fondo, nadie quiere perder por completo su libertad. Tampoco nosotros. Y sólo es cuestión de tiempo que esa risa irrefrenable de la libertad desnude definitivamente la extraña arrogancia de estos tiempos que vivimos.

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