Opinión | Un carrusel vacío

Marina Casado

Las otras máscaras

Las otras máscaras

Las otras máscaras

Cuando cumplí diez años, me regalaron el disfraz de Bella. Sí, el famoso vestido amarillo de la protagonista de la película de Disney La Bella y la Bestia (1991), ese que lleva en el salón de baile mientras baila con la Bestia y la tetera canta aquello de que «la belleza está en el corazón». Por cierto, esa tetera ha sido la primera responsable de que ciertos idealistas pensáramos que siempre tiene que haber belleza en las personas y luego nos hayamos visto obligados a descubrir que algunos no la tienen ni fuera, ni dentro... El caso es que yo, que era más de la otra Bella, la Durmiente, estaba encantadísima con mi vestido, a pesar de todo. Contemplo las primeras fotos y mi enorme sonrisa. Eran tiempos muy felices.

A medida que iba creciendo, mi madre iba «adaptándome» el vestido. Ella siempre ha sido un genio de la costura y yo una de esas personas que se niegan a dejar el pasado atrás, sobre todo si el pasado tiene forma de vestido largo y vaporoso. Recuerdo que, ya con trece o catorce años, cuando la mayoría de niñas renuncian a las princesas de Disney, le pedí a mi padre una sesión de fotos en el salón con el vestido y, cuando quise darme cuenta, un corro de niños de la urbanización se había arremolinado bajo el mirador –vivíamos en un primero– y se lo estaban pasando pipa riéndose de mis ínfulas «princesiles». Y todavía ese vestido tendría que ser reconvertido en un disfraz de María Antonieta que utilicé en segundo curso de Bachillerato, cuando un profesor nos propuso disfrazarnos de personajes históricos y vi la oportunidad de sacar la prenda del baúl, readaptada, de nuevo, por mi madre, y añadiéndole al conjunto una peluca de rizos rubios y un antifaz que compré en mi primera visita a Venecia.

Siempre me ha hecho mucha ilusión disfrazarme, pero con disfraces «bonitos»: princesas, hadas, vampiresas… Nada de ser un pingüino o un perrito caliente. Lo malo es que en mi ciudad, Madrid, el Carnaval no se vive como en otras regiones. Son muy populares los Carnavales de Cádiz, por ejemplo, pero confieso que les acabé cogiendo manía desde que salí un tiempo con un chiquillo que estaba obsesionado con las chirigotas gaditanas… Me gustaría más conocer los de Canarias. Dicen que los de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria son de los más famosos en el mundo, por detrás de los de Río de Janeiro, además de constituirse como una de las fiestas más antiguas y celebradas, que se remonta casi a la fundación de las ciudades. Sin duda, vivirlos es una de mis materias pendientes.

El origen de la fiesta de Carnaval se asocia al cristianismo, a la celebración inmediatamente anterior a la cuaresma. Sin embargo, la Iglesia no lo admite como fiesta cristiana, por sus connotaciones de permisibilidad y descontrol, y algunos historiadores lo relacionan con las fiestas paganas que se celebraban en la Roma clásica en honor a Baco, el dios del vino, y hasta a festividades desarrolladas en Sumeria y en el Antiguo Egipto.

Más allá de la teoría, lo que resulta claro es que, en Carnavales, tenemos la oportunidad de dejar de ser nosotros mismos por un tiempo. Abandonar las máscaras cotidianas para enfundarnos aquellas que cubren con elegancia las facciones, dar rienda suelta a la locura… ¡Cuánta locura reprimimos a diario! ¿Podríamos imaginar una sola jornada no callando, siendo políticamente incorrectos…? La mera perspectiva nos produce vértigo.

En Venecia siempre es Carnaval. Junto al Gran Canal, se arremolinan los puestos de antifaces; algunos de ellos son auténticas obras de arte. Hay una maravillosa decadencia que flota entre las góndolas y nos advierte de la inconsistencia de la eternidad. Venecia es bella porque un día será devorada por las aguas y, mientras, somos esos afortunados que pueden contemplarla mientras recordamos el filo hiriente de un amor que nunca sucedió, con el telón de fondo de aquella consabida canción de Charles Aznavour. Venecia es el regreso a épocas remotas perfumadas de bailes y de máscaras ciegas, venenosas. Los disfraces tienen esa nota de romanticismo que nos hace volver a Venecia o a tiempos que jamás vivimos.

¿Quién no ha deseado vivir varias vidas, recorrer múltiples caminos en paralelo? En Carnavales, nadie puede reírse de ti si, de repente, superada la treintena, decides volver a ser la Bella por un día. Es ese punto de locura permitida el que muchos perseguimos. Abrirle las puertas al niño que todavía llevamos dentro y susurrarle: «Hoy puedes escapar y ser todo lo que desees». Y escuchar el estruendo de cristales rotos cuando se desmoronan las máscaras que nos ponemos cada día para intentar adaptarnos a la realidad.

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