Estamos los europeos, como en su día los pasajeros del Titanic, bailando alegremente al son de la orquesta, en nuestro caso la de la OTAN, mientras el barco se aproxima con rapidez al fatídico iceberg.
En su discurso del martes, el presidente ruso, Vladimir Putin, anunció por sorpresa que su país suspendía unilateralmente su adhesión al Nuevo Tratado Start de control de armas nucleares estratégicas, el único bilateral de desarme que quedaba.
En agosto de 2019, con Donald Trump en la Casa Blanca, EEUU se había retirado ya de otro tratado nuclear clave para Europa, el relativo a los misiles nucleares de alcance intermedio, tras acusar a Rusia de haberlo violado con una nueva generación de misiles.
Este tratado era el único acuerdo de desarme que, a diferencia del de armas estratégicas, no sólo limitaba, sino, algo aún más importante, eliminaba toda una categoría de misiles, lo que hizo temer una nueva carrera de armamentos.
Las manillas del llamado Reloj del Fin del mundo, que idearon en 1945 Albert Einstein y los científicos de la Universidad de Chicago que participaron en el proyecto Manhattan, están cada vez más cerca de la simbólica medianoche.
En 1991, tras el fin de la Guerra Fría y la firma de los acuerdos de desarme, sus agujas retrocedieron hasta quince minutos antes de las doce, pero ya el pasado 24 de enero, estaban solo a 90 minutos de lo que podría ser la catástrofe final.
Es cierto que ese reloj que maneja el Boletín de Científicos Nucleares de esa universidad estadounidense no es sensible sólo a las amenazas de tipo nuclear, sino también a otras como la que representa el cambio climático, que las guerras, incluso convencionales, como las últimas de Irak, Afganistán o ahora la de Ucrania, contribuyen también a acelerar.
En su último mensaje, los científicos responsables del reloj advertían de que comenzábamos un año «espantoso, en el que las dos partes implicadas en la guerra de Ucrania están convencidas de que pueden ganar».
No dijeron otra cosa, cada uno por su lado, el presidente ruso, en su solemne y plúmbeo discurso ante las dos cámaras del Parlamento, y su homólogo estadounidense, Joe Biden, en el que pronunció en Varsovia ante cientos de personas que agitaban banderitas de los dos países.
Tanto la OTAN, es decir Estados Unidos, que es quien lleva allí la voz cantante, como Rusia están convencidos de tener razón y se acusan mutuamente de haber comenzado una guerra que, en el caso de Occidente es por procuración, lo que la ha hecho, al menos hasta ahora, más digerible para sus opiniones públicas.
Los científicos que manejan las manillas del Reloj del Apocalipsis, nada sospechosos de apoyar a Putin, al que acusan de haber invadido ilegalmente al país vecino para anexionarse parte de su territorio, instan a EEUU a «mantener abiertos los canales de comunicación con Rusia» para evitar una catástrofe nuclear que podría significar el fin de la humanidad.
Mientras tanto, Estados Unidos y sus aliados más entusiastas del bloque atlantista, Polonia y los bálticos, además del Reino Unido, rechazan negociar con Rusia mientras no abandone todo el territorio que ha ocupado, Crimea incluida, lo que para Moscú sería evidentemente una claudicación en toda regla.
Ya nadie parece recordar que el hoy presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, hizo en su día campaña a favor de la paz y que incluso prometió cierto nivel de autogobierno para las regiones rusófonas del país, pero tanto los duros de su Gobierno como Londres y Washington, que nunca han ocultado su objetivo de debilitar militar y económicamente a Rusia, le convencieron de que no cediese un ápice frente a Moscú. Y en eso estamos.