Opinión | A babor

Tamames: egotismo y brecha generacional

Ramón Tamames.

Ramón Tamames. / EFE

Es difícil explicarse que es lo que puede haber llevado a alguien con el currículo de Ramón Tamames a asumir la candidatura de la moción de censura que presenta Vox contra Pedro Sánchez, y que –muy probablemente– sólo conseguirá el apoyo raspado de los propios votos de Vox. Para la mayoría de quienes contemplan este último episodio público del viejo economista de cámara de la izquierda, el lance de Tamames sólo puede responder a algo parecido a un ataque profundo de egolatría. Tamames acude a este circo de la mano de otro personaje indescifrable, pero tocado desde siempre por una vanidad iridiscente: el muy ilustre Fernando Sánchez-Dragó, literato aquejado del pago de sí mismo, un hombre con un ego metastásico. Ambos, el eurocomunista Tamames y el joseantoniano Dragó, ya hicieron al alimón alguna fatua perrería. Por ejemplo, se sumaron de forma beligerante a aquél sindicato del crimen inspirado por Ansón y Pedrojota que soñó con convertirse en contrapoder del felipismo en decadencia y al final cobró factura al PP en los primeros años del aznarato. Hay que reconocerle a Tamames que –al contrario de Dragó, convertido en látigo literario de la izquierda– al final optó por ser pura estadística en la fanfarria montada por las grandes voces y plumas de la prensa antisocialista. Pero ahora –a punto de cumplir los noventa- ha decidido resarcirse de aquellos silencios con creces.

Parece que fue Dragó quien se lo recomendó a Abascal, después de que Abascal tocara en la puerta de gente menos necesitada de reconocimientos póstumos, como el propio Felipe o Alfonso Guerra. Ni siquiera se molestaron en contestarle, por supuesto. Pero es quizá en esa sorprendente decisión de Abascal de pretender fichar como candidatos para su censura a algún izquierdista antañón, donde esté la mejor explicación de porqué aceptó Tamames. Creo sinceramente que lo hizo porque aspira a representar de alguna manera a esa generación de la transición que fue de izquierdas y se siente huérfana en la izquierda de hoy.

Hace unos pocos días, alguien me dijo que un socialista grancanario, un hombre ya mayor, le había comentado que Sánchez «perdería las próximas elecciones generales porque los viejos del PSOE no van a votarle». Me pareció plausible: en las dos últimas décadas, pero de forma más agresiva y acelerada en la última, se ha ido abriendo una brecha generacional entre aquella izquierda que pactó la democracia con los hijos arrepentidos del régimen, y esta izquierda de ahora que le da más importancia al efecto del titular que al cambio de contenido.

Por supuesto que no se trata de un fenómeno nuevo, ni siquiera sorprendente. Cada generación reinterpreta libremente a sus clásicos, y lo hace en general con muy poco respeto por las interpretaciones previas. Lo que estamos viendo desde hace años es el entierro sistemático del país que construyeron nuestros clásicos de entonces, de sus valores e ideas. Es frecuente escuchar a los más jóvenes dar por hecho que todo se hizo mal, desde esa desmesura en la convicción, que define a quienes no han tenido aún tiempo de contrastar sus certezas con la pétrea inmovilidad de lo real y permanente.

En política, el adanismo, la creencia de que todo empieza con uno mismo, es una enfermedad arraigada. Esa enfermedad la sufrió Zapatero cuando prometió a Cataluña lo que no podía, o cuando puso en marcha el desmantelamiento de la Transición, o convirtió la Memoria Histórica en una victoria política sobre el pasado, en vez de construirla como una cuestión de justicia y restauración de la dignidad. Y la sufre éste de ahora cuando piensa que cualquier cambio –de leyes, de diseño territorial, de sexo o de definición de la animalidad– es una conquista. A veces –si las leyes están mal redactadas– puede ser más bien un retroceso, o incluso un disparate. Nuestro adanista Sánchez tiene razón cuando dice que será recordado por haber sacado los huesos de Franco de Cuelgamuros. Es probable que todo lo demás se olvide, que se olvide un tiempo en el que lo importante no ha sido acabar con los pobres sino con los ricos, no ha sido reducir las desigualdades sino multiplicarlas, no ha sido avanzar juntos sino levantar trincheras.

Tamames no es solo un egotista. Es también un anciano convencido de que puede explicar a los demás el engaño del presente con su voz cascada, que es la del pasado. Yo creo que esa no es tarea para él, ni puede acometerse con éxito desde la tribuna que Vox le presta para instrumentalizarlo. Tamames quizá sea un valiente. Pero los valientes pueden caer en la desproporción del sacrificio inútil y hacer el ridículo. Tamames se ha equivocado: su apuesta por recuperar el espíritu del pasado resultará insignificante, frente al precio que va a pagar su biografía por prestarse a ser cómplice del circo de Abascal.

Suscríbete para seguir leyendo