Opinión | El desliz

Charlie y la fábrica de tofu

El periódico The Daily Telegraph ha publicado este fin de semana que los libros infantiles de Roald Dahl se han reeditado con un buen puñado de modificaciones tendentes a eliminar palabras o conceptos potencialmente ofensivos y hacerlos aptos para todas las hipersensibilidades. El sello Puffin y los herederos del escritor, millonarios gracias a los derechos de autor, se han compinchado para perpetrar un abominable acto de censura que les facilite seguir vendiendo. Qué duro, y a la vez qué blandengue, es el negocio editorial en estos tiempos regidos por la intensidad, e instalados en el permanente agravio. Se han cambiado términos y eliminado párrafos enteros de cuentos como Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda o James y el melocotón gigante «para asegurarnos de que todos podemos seguir disfrutándolos hoy» y «añadirles un poco de magia fresca», como dijo Netflix, actual propietaria de la Roald Dahl Story Company que gestiona el legado del literato fallecido en 1990, y que está impulsando musicales y series sobre sus historias. Así, las protagonistas de Las brujas no son calvas, ni se esconden en profesiones como mecanógrafas o cajeras, sino que trabajan de científicas o empresarias. Los Hombres de las nubes de James y el melocotón gigante se convierten en «gente de las nubes» y la Tía Esponja ya no está gorda. Matilda no lee a Joseph Conrad y a Kipling sino a Jane Austen, y la directora de su escuela no tiene «cara de caballo». Ya no hay feos, ni locos. Los Umpa Lumpas ya no son hombrecillos, sino «personas pequeñas» de género neutro. Estos esclavos de Willy Wonka que tienen el honor de haber sido incluidos en el Diccionario de Oxford han evolucionado al correr de los tiempos: el propio Roald Dahl cambió su apariencia de pigmeos africanos tras ser acusado de racista. Se ignora en qué inofensivo formato los dejarán en las futuras versiones, tal vez ramas de brócoli que trabajan elaborando tofu, pues el chocolate tiene demasiado azúcar.

No creo que quienes han podado los libros de Roald Dahl piensen que los niños son tan estúpidos que no sabrán interpretar lo que leen y extraer sus propias conclusiones como ha ocurrido toda la vida (¡Vaya, Pippi Calzaslargas está fumando!). Otra consideración les merecen quienes pasan por caja, los padres dados a sobreproteger y a escandalizarse. Por eso han contratado a una consultora llamada Inclusive Minds, colectivo que se autodefine «apasionado por la inclusión, la diversidad, la igualdad y la accesibilidad en la literatura infantil» para que revise la obra de un autor acusado de misógino, xenófobo, homófobo y políticamente incorrecto, pero todavía exprimible. El jefe de Gobierno británico Rishi Sunak ha reprobado con gracia el manoseo de los libros infantiles, asegurando que «cuando se trata de nuestra rica y variada herencia literaria, el primer ministro está de acuerdo con el BFG (en español El gran gigante bonachón, otro cuento del mismo escritor) en que no deberíamos gobblefunk» (una palabra inventada por Dahl traducible por juguetear con el lenguaje). También ha puesto el grito en el cielo Salman Rushdie, con graves secuelas tras el reciente intento de asesinato sufrido a manos de un islamista y que ha pasado media vida escondido tras el edicto por blasfemia pidiendo su muerte que le lanzó el ayatolá Homeini por la publicación de Los versos satánicos. A ver si después de tanto dolor viene dentro de treinta años un editor y lo renombra Los besos seráficos, y le mete un poco la tijera aquí y allá para no molestar a nadie.

@piligarces

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