Opinión | OBSERVATORIO

Jordi Nieva-Fenoll

No toquen más el Código Penal

Fachada del Tribunal Supremo.

Fachada del Tribunal Supremo.

Hay errores que se hacen tanto más graves cuanto más se trata de repararlos. Sucede habitualmente con los desencuentros entre personas. En el momento en que están las emociones a flor de piel, cualquier acercamiento no solamente es inútil, sino que puede resultar contraproducente y eliminar cualquier perspectiva de reconciliación futura. Ocurre algo parecido en política y hasta en las relaciones internacionales, que son igualmente política y, en el fondo, tantas veces también relaciones personales.

El problema de le celebérrima reforma de los delitos contra la libertad sexual no es que políticamente sea muy contraproducente para sus actores –inmersos en una trifulca sin tregua– y maravillosa para la oposición, que asiste complacida al espectáculo. La cuestión es que, a estas alturas, tal vez ya no tenga sentido reformar otra vez el código, y menos con prisas. No solamente se arriesga uno a cometer nuevos errores, sino que se pueden abrir nuevos frentes de debate jurídico que hagan el sainete todavía más entretenido, sin que se obtengan, de nuevo, las finalidades que pretende el legislador.

Y es que el problema ahora mismo ya no es del Código Penal, que establece unas penas razonablemente graves para cualquier observador que conozca los códigos penales de otros países, y que incluso son más altas que en varios Estados. El tema central ahora mismo no es ese, ni siquiera la definición de las conductas sancionadas, sino el margen de maniobra de los jueces, que es amplio pero tampoco ilimitado, porque en un país que posea la separación de poderes –y España la tiene–, los jueces no pueden andar haciendo de legisladores –tampoco de gobernantes– sin que el Tribunal Supremo o, en último extremo, el Tribunal Constitucional, restauren ese equilibrio institucional que mantiene la democracia. Es cierto que hay veces que se ha llamado a las puertas de ambos tribunales, han hecho oídos sordos y ha habido que llegar hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero en casos de evidente extralimitación, lo lógico es que antes o después, con mayores o menores –o sin– resistencias, acaben interviniendo.

Ahora mismo, el inconveniente de las rebajas de pena ya es irreconducible, salvo que el Tribunal Supremo se preste a intervenir y no es técnicamente fácil. Pero, con todo, los supuestos de agresión sexual previstos por la ley están sancionados con penas de hasta 15 años en los casos más graves. Es cierto que el margen de maniobra del juez es amplio, en el sentido de que dispone de una franja de 7 a 15 años en esos casos más graves, por ejemplo, una penetración en un contexto de violación conjunta de dos o más personas. Pero también es verdad que ese margen ha sido dispuesto por el legislador confiando en que los jueces de primera instancia son razonables y no impondrán una pena de 7 años, por ejemplo, en caso de penetración acompañada de una violencia de extrema gravedad. Y que, si lo hacen, existe todavía un tribunal de apelación, un Tribunal Supremo y hasta un Tribunal Constitucional, como ya he indicado, para corregir lo que sería una vulgar sentencia errónea pronunciada en contra de la ley. En estas condiciones, ¿merece la pena reformar de nuevo en poco tiempo el Código Penal para aumentar la pena mínima? Tal vez no, e incluso parecería desproporcionado a los principales impulsores de la anterior reforma, cuya sensibilidad feminista parece estar fuera de toda duda.

Por otra parte, tampoco va a afectar reforma alguna a la cuestión del «consentimiento». Queda claro en estos momentos que lo que –vanamente– pretendían algunos era establecer la credibilidad sistemática de la persona denunciante, lo que es materialmente imposible por ser incompatible con el derecho de defensa y con el derecho a la presunción de inocencia, que son los pilares constitucionales de nuestro proceso penal. Lo que debe hacerse es instruir mejor a los jueces para valorar correctamente la prueba en toda su complejidad, muy elevada en estos casos, sin dejarse llevar por prejuicio sociológico alguno, como aquel desafortunado «jolgorio» de la sentencia de la Manada. Y para ello es precisa formación complementaria en materia de valoración probatoria, actualmente deficitaria. Pero ese déficit no se arregla con ninguna reforma del Código Penal.

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